viernes, 6 de diciembre de 2013

El Quijote. Segunda parte. Capítulos XXV a LII.


CAPÍTULO VIGÉSIMO QUINTO.-
Llegados a la venta, el hombre que viajaba cargado de lanzas y albardas cuenta a don Quijote la historia de los dos regidores, la cual tendrá trascendencia posterior. A continuación aparece un titerero conocido como maese Pedro que va acompañado de un mono con dotes adivinatorias. Y debe efectivamente poseerlas pues reconoce a don Quijote como el caballero andante de la Mancha. Algo sospecha el lector cuando le oye decir a maese Pedro que la función de esa noche será gratis “porque se lo debo” a don Quijote.

CAPÍTULO VIGÉSIMO SEXTO.-
En parecida esquina y con similares ropajes, se nos presenta la enigmática primera persona que no quiso identificar el lugar de la Mancha donde vivía el hidalgo y de la misma forma que aparece, se marcha. Maese Pedro representa el romance de Gaiteros, también llamado retablo de Melisendra, la esposa de aquel, y don Quijote la emprende contra tablados y títeres creyendo, sin duda por causa de encantadores, cierto el peligro que corría la pareja. De forma intermitente don Quijote irá dando razones y sinrazones, entrando en las figuras desportilladas y saliendo al encuentro de Gaiteros y Melisendra en pos de su destino. Es la vuelta al Quijote de 1605.

Morin, Edmond dibujante y grabador.
Arnauld de Vressem, impresor. París 1850.
CAPÍTULO VIGÉSIMO SÉPTIMO.-
Descubre Cide Hamete con nota al pie de página del traductor la identidad del titerero: Ginés de Pasamonte, el galeote liberado por don Quijote, hurtador de rucios y espadas. Decide don Quijote demorarse en las riberas del Ebro por sobrarle tiempo para las justas de Zaragoza y desde una loma observa doscientos hombres armados bajo un estandarte que representa a un burro rebuznando en inequívoca alusión al cuento de los dos regidores en alcaldes convertidos. Y como entre burros andaba el juego, resultó ser Sancho quien mejor remedaba la voz del asno, lo que, como era previsible, provocó las iras del pueblo que tomó por mofa, habilidad tan comprometida. Aquí el prudente fue don Quijote que eligió la retirada como mejor estrategia. Es el conocido como episodio o aventura del rebuzno.

CAPÍTULO VIGÉSIMO OCTAVO.-
Esta vez los palos se los ha llevado Sancho por su “música de rebuznos” y como al dolor le brota siempre el resquemor de la culpa, Sancho engarzará un reproche con otro: la huída, la mala vida escuderil, la paga insatisfecha, la ínsula que no llega… Y don Quijote se lamenta con profunda melancolía de este “prevaricador de las ordenanzas escuderiles de la andante caballería”. Sancho se reconoce asno y don Quijote perdona, pero queda un hueco que no se termina de cerrar.

John Vanderbank, dibujante y Claude du Bosc, grabador. Tonson. Londrés 1742.
CAPÍTULO VIGÉSIMO NONO.-
Allí, en las riberas del Ebro, los molinos son barcos y los gigantes, encantadores. No se han apartado cuatro varas de la orilla donde han quedado el rucio y Rocinante, y don Quijote estima ya muy probable que hayan atravesado el ecuador. Y es que don Quijote ya no navega por el Ebro sino por entre las esferas astrales y cuando de repente se topa con una aceña, la toma por ciudad, fortaleza o castillo. De vuelta a las andadas, a ese Quijote que transmuta la realidad al acomodo de sus entendederas. Pero aún así hay diferencias porque “aunque parecen aceñas no lo son […] como lo mostró la experiencia en la transformación de Dulcinea”. Grave conflicto es que un escudero se meta a encantador. A todo esto el barco va ya en el raudal de las ruedas directo a hacerse pedazos. Don Quijote esgrime la espalda, los molineros tratan de evitar el desastre con sus largas varas y Sancho reza de hinojos. Si la barcaza gira y arroja su contenido a las aguas es porque “en esta ventura se deben de haber encontrado dos valientes encantadores, y el uno estorba lo que el otro intenta: el uno me deparó el barco y el otro dio conmigo al través”. Don Quijote comprende que esta aventura le estaba reservada a otro caballero andante y no a él, razón por la cual paga a los pescadores la barca perdida y grita perdones a los cautivos que no podrá liberar. No puede más y la tristeza vuelve a ser la compañera del Caballero de los Leones.

CAPÍTULO TRIGÉSIMO.-
Es el capítulo del encuentro con los duques, cuyo título, por cierto, nunca llegamos a saber. Tan pronto como saben de la llegada de don Quijote, ya están los duques concertándose no para seguirle la corriente al disparatado protagonista de la novela que narra sus aventuras y que ellos conocen, sino para recrear un mundo a su imagen y medida, aunque el lector acabe dudando sobre la pertenencia de ese mundo. La torpeza de Sancho que conduce a su caída y a la de su amo en presencia de la duquesa, es todo un presagio de futuro.

Manuel Ángel Álvarez, dibujante. S. Calleja. Madrid 1904.
CAPÍTULO TRIGÉSIMO PRIMERO.-
El recibimiento que los duques dan a don Quijote es el que en los libros se cuenta como propio de los caballeros andantes. “¡Bien sea venido la flor y nata de los caballeros andantes!”. Sancho que aunque cosido a la duquesa parece postergado, riñe con la dueña doña Rodríguez a quien tomando por zagal de cuadras encomienda el cuidado de su rucio. La queja de la dueña hace intervenir a los duques quedando todos contentos salvo el propio don Quijote, poco gustoso de la torpeza del escudero. Lo que le está pidiendo don Quijote a Sancho es que no descubra “quien ellos eran”, es decir, comportémonos como los personajes que los duques conocen por la novela. Pero Sancho soporta mal el protagonismo que los duques conceden a su amo y poco después vuelve a intervenir contando un cuento o, por mejor decir, una historia pues es la veracidad de lo contado lo que más parece interesarle a Sancho.

CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEGUNDO.-
La réplica de don Quijote a la invectiva del capellán en defensa de la andante caballería, tiene más de bondadoso idealismo que de auténticos resortes de acción. El eclesiástico abandona la casa de los duques para no ser cómplice de burla alguna ya que los cuerdos “canonizan sus locuras [la de los locos]”. Las enjabonadas barbas de don Quijote en cuyo manosear se han empeñado cuatro doncellas, levantan la envidia de Sancho que reclama su lavatorio a la duquesa. Aparta de este modo Cervantes a Sancho de la escena siguiente en la que don Quijote se lamentará ante los duques del encantamiento que sufre su Dulcinea. Si hay o no Dulcinea en el mundo solo Dios lo sabe, responde don Quijote a las sutilezas literarias de la duquesa y acertada es la respuesta, pues que es la perfección lo que justifica su existencia, de ahí que, perdida aquella, solamente encantada pueda sobrevivir. Pero como todo hablar de Dulcinea conduce inevitablemente a Sancho, este irrumpe en la sala “con un cernadero por babador” y un pícaro de cocina que pretende manosearle la barba con agua de fregar a quien es “gobernador electo” de una ínsula “de nones” que posee el duque. “Perecida de risa” escuchaba la duquesa las razones de Sancho, que las jabonaduras “más parecen burlas que agasajos de huéspedes”.

CAPÍTULO TRIGÉSIMO TERCERO.-
Sancho renuncia a la siesta por entretener a la duquesa que mucho gusta de su simplicidad y agudeza. Le confiesa Sancho que el encantamiento de Dulcinea es una pura invención suya, lo que hará que asistamos en los capítulos sucesivos a una dilatada trama para procurar a Dulcinea el restablecimiento de su hermosura. Tanto disfrute obtiene la duquesa de las tres o cuatro docenas de refranes que Sancho inserta uno detrás de otro, que se muestra dispuesta a contradecir a Sancho en su negativa a reconocer el encantamiento de Dulcinea y, contra lo previsible, la propuesta de la duquesa es bien recibida. Ni Sancho es tan discreto como para inventar cuento de encantamiento, ni don Quijote está tan loco para ser persuadido con tan poco. El favoritismo que la duquesa expresa por cuanto dice Sancho, provoca en este cierto enardecimiento llegando no ya a expresar juicios muy desfavorables contra las dueñas: “…ser más propio y natural [de ellas] pensar jumentos que autorizas las salas”, sino también a encomendar el rucio a la propia duquesa y hasta a manifestar, con abierta socarronería, que es mejor que el rucio quede en la caballeriza que en las niñas de los ojos de la duquesa.

CAPÍTULO TRIGÉSIMO CUARTO Y TRIGÉSIMO QUINTO.-              
En el transcurso de la montería que organizan los duques, Sancho, temeroso de que la furia del jabalí termine por acometerlo, se encarama en una encina de donde queda colgado cabeza abajo al quebrarse la rama. Discute luego Sancho el gusto por la caza (“matar a un animal que no ha cometido delito alguno”), con el duque hasta que llegada la noche el espectáculo preparado los huéspedes arranca con la aparición de un postillón que dice ser el diablo que anuncia la llegada de Montesino acompañando a la mismísima Dulcinea encantada. Don Quijote piensa si no es ello la más clara prueba de la verdad de sus visiones en la cueva y Sancho medita si acaso no estuviera ya encantada Dulcinea cuando él mismo la señaló. Pero quien aparece entre luces, ruidos y músicas es Merlín para dar cuenta de los “tres mil azotes y trescientos en ambas sus valientes posaderas” que Sancho ha de propinarse para desencantar a Dulcinea. “Yo no sé qué tienen que ver mis posas con los encantos”, es la negativa respuesta del escudero. Para hacerle variar la opinión ha de intervenir una Dulcinea temporalmente desencantada. Sancho acepta azotarse. Un bellísimo amanecer cervantino pone el punto y final al capítulo.

CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEXTO.-
Por si hubiera alguna duda, el inicio del capítulo nos aclara que fue el mayordomo del duque quien escribió y representó el papel de Merlín. La duquesa no se muestra contrariada por la cicatería de Sancho con los azotes, pues ello permitirá prolongar la burla. La fecha de la carta a Teresa Panza ha dado lugar a muchos comentarios entre los cervantistas porque se acomoda mal a la cronología interna de la obra y bien a la externa. Estando en el jardín y alzados los manteles con mucha prosopopeya hace entrada Trifaldín el de la Barba Blanca, el escudero de la condesa Trifaldi, la dueña Dolorida que “a pie y sin desayunarse” desde lueñes tierras, ha llegado a la casa del duque para suplicar a la ayuda de don Quijote: “… el remedio de las cuitas, el socorro de las necesidades, el amparo de las doncellas, el consuelo de las viudas…”.

CAPÍTULO TRIGÉSIMO SÉPTIMO.-
Escuderos y dueñas, tirios y troyanos. Es natural que Sancho aprecie el peligro que para la consecución de su ínsula representa la llegada de la dueña Dolorida, pues si don Quijote ha de marchar, lógicamente el escudero va detrás. Tanto ha aprendido Sancho que hasta discute si los duques han de salir o no a recibir a la Trifaldi que aún siendo condesa, como dueña sirve.

CAPÍTULO TRIGÉSIMO OCTAVO.-
La condesa de las tres faldas, es decir la Trifaldi, se dirige a los duques haciendo un uso excesivo del superlativo –ísimo, lo que da pie a Sancho a redondear la burla afirmando que ciertamente se encuentra en ese lugar el “don Quijotísimo”. Cuenta la condesa los amores entre la heredera del reino de Candaya, Antonomasia, y un bizarro caballero poeta, bailarín y guitarrista, el cual primero enamoró a la condesa por ser guardiana de la infanta. El relato es tan lento y tan centrado en su misma persona que el lector queda con Sancho que pide “priesa, señora Trifaldi”.

CAPÍTULO TRIGÉSIMO NONO.-
Los amores entre Antonomasia y Clavijo hacen enfermar a la reina Magungia que termina por morir. Si excesiva es la reacción de la reina, Sancho admite un desmayo y ve desmedido que forzara su entierro,  la llegada del primo hermano de Magungia, el gigante Malambruno, lo complica todo pues siendo además encantador y dispuesto a tomar venganza, convierte en estatuas a Antonomasia y a Clavijo, y en barbadas a las dueñas del reino.

Salvador Tusell. Viuda de Luis Tasso. Barcelona 1905.
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO.-
El tal Malambruno resulta ser dueño de un caballo que ni “come ni duerme ni gasta herraduras… que… camina llano y reposado”, por los aires y es conocido como Clavileño que no se gobierna con freno ni jáquima sino con clavija, de ahí el nombre. En este caballo de madera han de montar don Quijote y Sancho para viajar hasta el reino de Candaya. Sancho se niega a acompañar a su señor y no es mala la queja, que la fama queda para los caballeros y los trabajos para los escuderos.

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO PRIMERO.-
Cuatro salvajes traen a Calvileño. El duque interviene para convencer a Sancho quien acaba por acceder a acompañar a su amo, pero pregunta si mientras viaje a lomos de Clavileño podrá encomendarse a Dios, pues siendo, como parece, todo cosa de encantamientos, teme que la invocación divina neutralice los poderes que hacen volar a Clavileño. La respuesta no puede ser más cargada de burla encubierta, pues Malambruno aunque encantador, es cristiano “y hace sus encantamentos con mucho tiento, sin meterse con nadie”. Don Quijote recuerda el Paladión de Troya y quiere ver “lo que Clavileño trae en el estómago” y la Dolorida tiene que salir fiadora de su encantador. Aventura de barbero a la postre que el fin no es otro que rapar las barbas de las dueñas para dejarlas en “su primera lisura”. Los ojos vendados, los fuelles ventosos, las estopas ardientes, los cohetes que le estallan a Clavileño en el interior antes de volver al lugar que nunca se abandonó. Y sin embargo…, con cuánta razón don Quijote le dice a Sancho aquello de si vos queréis que yo os crea, yo quiero que vos me creáis. “Y no os digo más”.

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SEGUNDO.-
Que no es cosa de merecimientos, es la primera advertencia que don Quijote hace a Sancho, sino de mercedes. Y no es destemplanza sino simple y certero recordatorio hecho a quien se ajustó a salario. Se recogen después los primeros consejos dados a Sancho por su amo para el buen gobierno de la ínsula. Si todo gobierno ha de respetar los tres principios del temor de Dios, conócete a ti mismo y sé virtuoso, don Quijote desciende a la arena de los aconteceres diarios y exhorta a Sancho para que actúe respetando verdad, justicia y compasión, y procure que estas tres gracias se den la mano.

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO TERCERO.-
Que sea limpio y ceñido, que coma poco, que sepa dar librea a sus criados, el andar despacioso y el hablar reposado, que abandone refranes y disputas de linajes, que madrugue y vista calza entera mejor que greguescos. La separación está a punto de ultimarse.

Ídem.
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO CUARTO.-
El gran parecido que el mayordomo del duque tiene con la condesa Trifaldi es el tema de la última conversación entre Sancho y don Quijote. Queda este, melancólico, en casa de los duques y Cervantes utiliza el incidente de los puntos saltados en la media de don Quijote para llevar este sentimiento hasta el desamparo. Ni la sugerencia que la duquesa hace a don Quijote de ser servido por cuatro doncellas, ni el ofrecimiento amoroso de Altisidora, menguan la fidelidad de don Quijote por su Dulcinea, si acaso una cierta desesperanza, el pesar que la “corta ventura” de su dama provoca en el ánimo del “desdichado andante”.

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO QUINTO.-
Comienza en este la alternancia de capítulos entre don Quijote y Sancho. Tres pleitos le plantean los de Barataria a Sancho. El primero, el del sastre y el labrador, posee resonancias salomónicas, razón por la cual cabe aceptar que a la sabiduría popular como la fuente de la que bebe Sancho. Los otros dos, sin embargo, el cuento de la cañaheja y el del labrador y la meretriz, revelan más el ingenio de Cervantes que la aplicación de Sancho.

Este es Sancho con el de Miguel Turra.
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SEXTO.-
Retornamos a don Quijote y tras una noche de pulgas, lo encontramos concentrado en el detalle de su vestimenta: mantón escarlata, montera de terciopelo, pasamanería de plata y hasta versos y músicas compuso. ¿Es este un caballero andante o más bien uno cortesano?  La broma pesada de los duques de los cencerros y los gatos acentúa la melancolía de don Quijote, pues de vilipendio ha de juzgar un caballero andante quedar con la cara cruzada de arañazos por muy encantando que esté el gato.

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO SÉPTIMO.-
El médico, con una barba de ballena en la mano a modo de puntero, apenas si deja que Sancho pruebe bocado. El duque sabedor de la reacción de Sancho urde apretarle la clavijas y manda un correo en el que además de dar aviso de “asalto furioso” contra Barataria por enemigos ducales, apercibe al gobernador del peligro que su vida corre por cuatro disfrazados que quitarle la vida quieren. Se resigna Sancho a no comer más que un pedazo de pan y unas uvas “que en ellas no podrá venir veneno”. Pero todo puede ir a peor: que si el médico no deja comer, el labrador de Miguel Turra no dejar descansar.

José Juan Camarón y Meliá la dibujó. Sancha. Madrid 1797-1798.
CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO OCTAVO.-
Por las descritas “desdichas anejas a la andante caballería”, dice en un prodigioso juego de letras Cervantes, don Quijote seis días estuvo encerrado en su habitación. La reclusión le hace temer por su honestidad que en la casa de los duques se ha convertido en codiciada pieza de caza: doña Rodríguez, dueña de repulgadas tocas, entra de noche en su habitación. Después de confusos pensamientos, apagones de vela, entradas y salidas, doña Rodríguez expone su agravio a don Quijote. Pero esta no es mofa ducal, sino credulidad ingenua. Tanto por el reproche que al duque dirige la dueña, como por la revelación del secreto de las fuentes de la duquesa, no cabe duda alguna que no hay aquí burla, sino que realmente doña Rodríguez cree en el poder de nuestro caballero andante. La irrupción feroz y brusca de un grupo de ánimas que azotan a la dueña y atormentan la caballeril carne, hacen cierta la sospecha de que las paredes oyen.

CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO NONO.-
Cena por fin Sancho con licencia del señor doctor y sale después de ronda por su ínsula. Tropieza primero con alboroto de cuchilladas debidas al juego y Sancho piensa en cerrar sus casas. Un chocarrero mozo que del brazo de un corchete llega, interrumpiendo los aherrojados pensamientos. Este trenzador de hierros de lanzas que huye de la preguntona justicia, porfía con Sancho hasta lograr que se premie su ingenio.  El encuentro de la ronda con una joven y hermosa doncella disfrazada de hombre, hace presagiar algún jugoso cuento por tratarse de joven de familia principal. Y sin embargo, nada cuenta, no hay aventura ni lance amoroso, sino una simple travesura.

CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO.-
Fue el descubrimiento del secreto de la duquesa, el “Aranjuez de sus fuentes” por parte de doña Rodríguez, lo que precipitó la irrupción de aquella y de Altisidora en la habitación de don Quijote. La duquesa despacha luego un paje con una carta para Teresa Panza, la mujer de Sancho. El paje no es un cualquiera, sino precisamente quien hizo el papel de Dulcinea en la burla que concluyó con la promesa de los azotes. Esta idea de trasladar la burla desde la casa de los duques a la aldea de Sancho es indudablemente cervantina y parece obedecer a un deseo de examen de las novedades surgidas en la casa de los duques. Y así a la vista de corales, cartas y pajes, Sansón Carrasco y el cura dudan de la verdad del gobierno de Sancho y de la existencia misma de la duquesa. Es curioso que le corresponda al paje –trasunto de Dulcinea-, dar testimonio sobre la veracidad de su embajada y ofrecer certeza del gobierno escuderil, porque aún sabiendo que todo es tal y como lo dice el paje, solo la burla lo sostiene.

CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO PRIMERO.-
Hay en Sancho signos de hastío. Los cuatro tragos de agua fría con los que se ve forzado a desayunarse están acabando con sus deseos de este oficio grave de gobernador. No obstante, da mesurada respuesta a un dilema difícil que se le plantea y dicta una muy limpia carta en contestación a otra que don Quijote le remitió. Poco tiempo le queda a Sancho después de castigar a placeras, escoger esposo para su hija, atender pleitos, sufrir hambre, hacer constituciones e imponer severísimas penas a los aguadores de vino, para atender a quejas de gateamiento.

CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMO SEGUNDO.-

Torna doña Rodríguez, la segunda dueña Dolorida, a pedir favor a don Quijote por la falta del labrador rico con su hija. Esta vez se hace en presencia de los duques y se formaliza el desafío. El duque se las promete felices al suplantar al ofensor, vasallo suyo, por un lacayo. Mas todo queda interrumpido con la carta que Teresa Panza le envía a duquesa en respuesta a la suya, junto con otra  para que la haga llegar a Sancho. Acusa recibo la señora Panza de la misiva ducal y aunque todos duden, ella cree, más por verse ya en la corte que por el recibo de los corales, pasando por alto la burla de la solicitud de un pago en bellotas. La desmedida curiosidad de los duques les lleva a abrir la carta dirigida a Sancho. Cervantes muestra entonces cómo el pueblo llano, con un ojo puesto en la cosecha de aceitunas y el otro en el caño de la fuente, resuelve las tachas de ellas, que volverán al pueblo después de haber salido con una compañía de soldados; las de ellos, pintores de mala mano; o las de ambos, encinta la una, “ordenado de grados y corona”, el otro. 

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