jueves, 20 de diciembre de 2012

Un mundo feliz. Aldous Huxley.






Trescientos fecundadores obrando en silencio a la vista de un grupo de rubios e imberbes estudiantes recién ingresados en el Centro de Incubación y Condicionamiento de la Central de Londres. La temperatura de los gametos en función de la sangre, espermatozoides en libertad, óvulos fertilizados y el método Bokanovsky, capaz de multiplicar por noventa y seis al embrión inicial. Atrás quedan los viejos tiempos en los que de vez en cuando “un óvulo se escindía… accidentalmente”. Ahora un solo óvulo Bokanovsky daba lugar a 96 gemelos. Sin embargo, los límites de la ciencia impedían bokanovskificar el mundo. La marca record del centro de Londres es dieciséis mil doce mellizos divididos en ciento ochenta y nuevo grupos, procedentes de un mismo ovario. Todo transcurre con milimétrica precisión: la velocidad con la que avanza el tren en el que viajan los quince estantes de frascos, cada uno de los cuales habrá de ver la luz en la Sala de Decantación doscientos setenta y siete días después; la molesta tendencia del embrión a la anemia que requiere dosis masivas de… Pero no, no se trata simplemente de clonar seres humanos, de copiar genes, sino de intervenir condicionando para alcanzar aquello que se necesita: un Épsilon no necesita ser inteligente y para lograr que no lo sea, basta con restringir su consumo de oxígeno en el período de incubación. 


Los Delta, una casta del grupo Bokanovsky, viste de color caqui y son educados en el más estricto reflejo condicionado de Pávlov: flores y descargas eléctricas, libros y fuertes ruidos. “Lo que el hombre ha unido, la naturaleza no puede separarlo”. Los Delta son una casta baja y no se puede correr el riesgo de que pierdan el tiempo con flores y libros. La distancia, abismal, existente entre los Alfas y los Epsilones, se moldea sin tocar los genes. No hay ingeniería genética, pero la palabra “hogar”, remoto hábitat de los humanos vivíparos, causa palidez y mareos.




Henry Foster es un joven rubio y coloradote; Lenina Crowne es una chica neumática. Ambos pasean a bordo de un helicóptero y tienen siempre a mano un centímetro cúbico de soma que cura diez sentimientos melancólicos. Bernard Marx es un Alfa con el aspecto de un Gamma lo que condiciona su trato en una sociedad jerarquizada en castas, donde los inferiores saben que están ante un superior por el aspecto muscular. Es ese el condimento esencial de su rebelión: la disfunción entre el cerebro y el cuerpo. Pero Bernard no está solo, hay alguien más, otro Alfa, Helmholtz Watson, que también tiene conciencia de su individualidad, del absurdo encerrado en el lema “todo el mundo pertenece a todo el mundo”. La búsqueda de la singularidad del yo interno que trata de realizar Bernard, escandaliza a Lenina. Y también al director de aquel, en cuyos labios descubrimos que los Alfas han sido condicionados para que tengan un comportamiento infantil, hay que mantener a raya a un cerebro cualificado.




Bernard y Lenina viajan a la reserva salvaje de Nuevo Méjico: el hombre en estado primitivo, antes del advenimiento del mundo feliz. Allí se produce un encuentro relativamente inesperado: Linda, una Beta que trabajaba en la sala de fecundación, hacía años que vivía con los salvajes, después de que durante una visita se perdiera y sufriera una accidente. Linda no podía regresar porque había tenido un hijo, algo que se consideraba absolutamente indigno en la sociedad de la que procedía. Y aquella en la que vivía, la sociedad de los salvajes, tampoco podía aceptar a su hijo, John, un albino nacido de la falta de precaución entre una Beta y un Alfa. Diferencia y soledad siempre van juntas. Pero, el caso tiene un evidente interés científico: Linda y John han de ser repatriados al mundo que pertenecen.




Nadie puede hacer nada por Linda, su rejuvenecimiento es imposible. Poco importante que el abuso en la dosis de soma le reduzca la vida a un par meses. Bernard, gracias a su ascendencia sobre el salvaje John, adquiere un importante protagonismo social que le colma de satisfacción, el satisfecho ego de la individualidad. Pero ese globo de vanidad en el que Bernard flota, se desinfla  poco a poco a medida que el salvaje, John, pierde la curiosidad por la nueva sociedad y se incrementa su amor por Lenina, un amor salvaje, naturalmente. Nada de eso es comprensible para Lenina que se limita a ofrecerse como un “trozo de carne”, que John rechaza con repugnancia.




Quizá sea el episodio de la muerte de Linda una de las páginas que mayor confusión provoquen en el lector. El dramatismo histriónico de John ante la pérdida de su madre se contrapone, acertadamente, con el descondicionamiento de los niños ante la muerte en la nueva sociedad. John en su desesperación decide convertirse en héroe y trata de liberar, de mostrar dónde está la auténtica libertad, a unos Deltas que hacen cola para conseguir su dosis de soma. Como no lo entienden, John la emprende a puñetazos y llega una policía que utiliza sprays de soma y pistolas de agua con anestésicos.   




“La gente es feliz… Está a gusto, a salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas ni hijos ni amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que apenas pueden obrar de otro modo que como deben obrar. Y si algo marcha mal, siempre queda el soma. [Y es que] la felicidad nunca tiene grandeza.”  Y también hay un remedio para aquellos ciudadanos que han logrado desarrollar un grado de individualismo incompatible con el mantenimiento de la comunidad, el destierro a una isla. Tiene mucho sentido poner en un mismo lugar a todos los garbanzos negros. En la nueva sociedad los valores propios de la verdad, la belleza o el conocimiento, han sido abandonados por otros que posee un mayor peso social: la comodidad y la felicidad. Veamos. Si al hombre medio le dan a elegir entre la verdad y la felicidad, hay una probabilidad muy próxima a la certeza de que fuera esta última la ganadora. ¿Y no identifica la mayoría de la gente la felicidad con la comodidad? Pero también hay hueco para quien invoca su derecho, naturalmente que individual, a la desgracia y el tormento. La muerte sigue siendo el más seguro de todos los refugios y el único camino hacia la soledad.   
  • Nada ha de ser demasiado intenso o prolongado.
  • Para el hombre antiguo, el vivíparo hogareño, la necesidad tenía una sola salida.
  • En el mundo de hoy, una palmadita en el trasero es una muestra del convencionalismo más estricto.  
  • La hostilidad que suscitan los defectos físicos.
  • Se recupera kilo y medio de fósforo por cadáver adulto. Es estupendo pensar que somos socialmente útiles aun después de muertos.
  • Niños limpios y hermosos, en el interior de un frasco.
  • Sin malos olores, sin suciedad, todo limpísimo, aséptico.
  • Y nadie se encontraba solo, porque todos vivían juntos, alegres y felices.
  • Tres gramos de soma y dieciocho horas fuera del mundo real.
  • Que la gente se sienta atraída por las cosas nuevas, no por las antiguas.
  • La gente ahora nunca está sola. La inducimos a odiar la soledad: disponemos sus vidas de modo que resulte imposible estar solos.
  • Un hombre civilizado no tiene ninguna necesidad de soportar nada que sea desagradable.
  • Una civilización no puede ser duradera sin contar con una importante cantidad de vicios agradables.
  • La nobleza y el heroísmo son síntomas de ineficacia política.
Es sorprendente que la novela después de más de ochenta años, no haya perdido actualidad. Si cabe la ha incrementado. El mecanismo igualitario de la esclavitud genética a cambio de una felicidad, bobalicona ciertamente, pero felicidad al fin y al cabo, fija un orden social absoluto. Uno se pregunta si no será uno de los males de la sociedad actual el desorden que en ella impera y si ese desorden no tendrá algo que ver con un individualismo que se ha convertido en un valor absoluto. Algo podemos aprender, todavía hoy, de esta gran alegoría que es Un mundo feliz.

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