jueves, 21 de febrero de 2013

Epístolas morales a Lucilio (5). Séneca.



Vigésima nona.-
El sabio, como el arquero, “debe apuntar a un blanco seguro y […] apartarse de aquellos que no le han merecido confianza”. Nada parece más lejano entre sí que el favor popular y la virtud, pues para conseguir aquel han de seguirse “viles procedimientos”. Y aún dicen que Séneca es cosa del pasado.

Trigésima.-
Séneca ensalza la serenidad de Aufidio Baso ante su próxima muerte, “ya que los acontecimientos seguros se esperan; son los dudosos los que se temen”.

Trigésima primera.-
Carta oscura y, a veces, contradictoria. Lucilio, como todos hombres, debe culminar los propósitos internos, para ello lo primero es cerrar los oídos al canto de sirenas de la gente, incluso “muéstrate sordo a tus seres más queridos”. La prosperidad de la que ellos te hablarán, “los bienes que estima la gente”, no es un bien. Si “el único bien […] consiste en confiar en sí mismo”, debes antes elegir lo que pretendes, aquello “que deseas que te suceda”.  A través del trabajo el alma adquirirá la paciencia necesaria para alcanzar el conocimiento de la realidad, el cual deberá equilibrarse con el saber de lo divino. El hombre dispone del camino que le proporciona la naturaleza.


Trigésima segunda.-
Séneca se felicita por la conducta saludable de Lucilio: “la de no frecuentar las personas diferentes a nosotros, que aspiran a ideales distintos”. Esa es precisamente una diferencia cualitativa y con entidad suficiente para ser tomada en consideración. Como estoico, Séneca es partidario de la igualdad y aboga por el cosmopolitismo, pero teme, ya lo hemos comentado en otras cartas, la gran influencia que el vulgo causa sobre el espíritu. “No temo que te cambien, temo que te estorben”, aclara seguidamente Séneca, lo que supone una serio obstáculo por obligarnos a comenzar a vivir “sin cesar una y otra vez”, impidiéndonos “consumar la vida antes de la muerte”. Este bellísimo pensamiento solo fructifica cuando tienes “el dominio de ti mismo”, porque tu espíritu se mantiene firme y seguro, como sólo puede estarlo cuando “encuentra satisfacción en sí mismo”. He aquí la recompensa: “Aquel que vive después de haber consumado su vida, ha superado por fin las necesidades, y se halla exonerado y libre.” Una vida consumada, ¿qué mejor legado puede dejarse al morir?

Trigésima tercera.-
Lucilio pide a Séneca máximas “de nuestros eminentes maestros”. Séneca dicta una de sus lecciones magistrales. Afirma que las chrías, las frases notables, están bien para que los niños aprendan, pero no para el hombre ya adulto para el cual debe resultar “indecoroso obtener sus reconocimientos apoyándose en un libro de memorias”. El hombre después de aprender ha de ser capaz de “ejercer […] el mando”, de legar a la posteridad alguna idea, algo nuevo que no dependa ni de la memoria ni del maestro, porque “no es lo mismo recordar que saber”. Si no se abandona lo aprendido, si no “media alguna distancia entre ti y el libro”, permaneceríamos siempre en el mismo lugar, no habría avance, “nunca se harían hallazgos si nos contentáramos con los ya realizados”. Me pregunto por la fórmula que fuera capaz de meter esta idea, en la cabeza de todos los profesores del mundo. Y aún dicen que Séneca es cosa del pasado.

Trigésima cuarta.-
Séneca, educador de almas, se muestra orgulloso del progreso de su pupilo Lucilio. “La obra […] depende del alma” y el alma está guiada por la bondad de la acción que ni la violencia ni la necesidad pueden transformar. Ese es el recto camino del alma, aquella cuyas acciones concuerdan.

Trigésima quinta.-
La amistad, forma perfecta de amor, “resulta siempre provechosa”. El amor, por sí solo, sin el aditamento de la amistad “a veces hasta es perjudicial”. Vigila que tus deseos de hoy sean los mismos que ayer, pues “el cambio de voluntad indica que el alma fluctúa”.

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