viernes, 25 de octubre de 2013

El Quijote. Segunda parte. Capítulo I a XXIV.

Heredero de Pedromartir Locarni y Iuan Bautista Bidello. Milán 1610. En esta edición se suprime la dedicatoria de Cervantes. Asensio afirma que sigue la segunda de Madrid de 1605 y que es tipográficamente regular.
CAPÍTULO PRIMERO.
La segunda parte y tercera salida de don Quijote consagra a Cide Hamete Benengeli como el narrador de la historia. El cura y el barbero, también el lector, se preguntan si don Quijote sigue, transcurrido algo más de un mes desde su vuelta a casa, tan loco como antes. Lo encuentran vestido de rojo y verde, mal síntoma que se confirma tras mentarle el señor cura la “cosa de caballerías”. Y después de que el barbero relate el cuento del loco de Sevilla, don Quijote diserta con elocuencia y buen parecer sobre las edades de oro de la caballería andante. A pie juntillas puede don Quijote describir a los grandes caballeros, “que con mis propios ojos vi a Amadis de Gaula”, si bien tratándose de gigantes, la cuestión, pese a haberlos combatido en la primera parte, se vuelve más problemática.

Ídem.
CAPÍTULO SEGUNDO.-
Sancho porfía con la sobrina y el ama por entrar en la casa de don Quijote. Y llegando las voces a sus oídos, despide al cura y al barbero, que se marchan seguros de la locura del caballero,  y hace entrar en su aposento a Sancho. Don Quijote quiere saber de Sancho lo que el vulgo, los hidalgos y los caballeros opinan de él y sus hazañas “sin añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna”, quiere “la verdad…, en su ser y figura propia”.  La contestación de Sancho es una de las múltiples piedras preciosas de la orfebrería cervantina que estalla en pirotecnia inventiva un poco más adelante, cuando Cervantes otorgue a sus personajes la doble nacionalidad de personajes de ficción y de historia. Al fondo los personajes de ficción, los de la primera parte, y en primer plano los reales, los de la segunda. Verídicos los unos, vivos los otros.

P. Gosse y A. Moetjens. Haia, 1744. Cuatro volúmenes con veintitrés láminas tomadas de los dibujos que Coypel hizo en 1723 y grabados en cobre en tamaño reducido hasta el octavo por Folkema y algunas por Fokke y Fanjé. Asensio, 87.

CAPÍTULO TERCERO.-
Hasta el mismo don Quijote duda de que las “nuevas de sí mismo puestas [estén] en libro”, pues si “aún no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la sangre de los enemigos” ¿cómo podía estarlo la tinta de sus hazañas? Lo achaca a encantamientos y si primero tendrá por sabio, aunque moro, a su autor, luego lo tachará de ignorante que la escribió “a tiento” por poner intercalada la novela de El curioso impertinente. Pero la conversación se interrumpe al mencionar Sansón Carrasco  a Sancho, el olvido que el autor puso en el empleo que aquel hizo de los cien escudos habidos en la maleta de Sierra Morena. Un desmayo de estómago obliga al escudero a retirarse ligero.

CAPÍTULO CUARTO.-
Hecho el receso del refrigerio regresa Sancho y en términos forenses da cuenta de las circunstancias y ocasión en que le fue hurtado el rucio, resultando así que es el personaje quien remedia los descuidos del autor. Y es que el autor de esta segunda parte, formalmente Cide, se esconde tras un laberinto de sombras, hasta el punto de dejar en suspenso si habrá o no segunda parte en el mismo momento en que se está escribiendo. Los buenos augurios concitan a iniciar la tercera salida. Tan animado parece el escudero como el señor y Sansón Carrasco, el bachiller, da promesa de guardar silencio. De aquí a ocho días se fija la salida. Estamos ante una salida llena de preparativos.

CAPÍTULO QUINTO.-
Comparece con parecer propio el traductor de la historia que considera haber razones para entender apócrifo el capítulo. No hay duda de que Cervantes anda buscando la complicidad del lector, pues es difícil resistirse a seguir leyendo aunque no sea más que para comprobar si lleva o no razón el traductor.  Los entonos de Sancho que quiere convertir a su hija en condesa, le cuadran mal a Teresa Panza que no quiere sino un matrimonio de igualdad.

CAPÍTULO SEXTO.-
Trata el ama de disuadir a don Quijote de sus pretensiones y al mencionar aquella entre a quienes piensa recurrir, al Rey, Cervantes responde “no querría yo que cosas mías le [al Rey] diesen pesadumbre”, es posible advertir un cierto sesgo irónico en la afirmación, dado el poco caso que Felipe II prestó al complutense. La sobrina (erasmista ella, según Bataillon), la emprende contra las mentiras contenidas en los libros de caballería y ante semejante “blasfemia”, don Quijote se encoleriza. No hay remedio ante “lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea”.

CAPÍTULO SÉPTIMO.-
Como gran comedor de huevos se nos revela don Quijote, que así se lo expone el ama al bachiller Sansón Carrasco antes de pedir su ayuda para malograr las intenciones de su señor. Queda un último escollo que salvar: Sancho no quiere servir a mercedes, que prefiere “salario conocido”, don Quijote niega el petitum por falta de antecedes en la literatura caballeresca. Sansón Carrasco se ofrece por escudero –con aparente traición a la ayuda que prometió prestar-, lo que hace a Sancho recoger velas y acepta mención en testamento y codicilo “que no se pueda revolcar”.  Salen al anochecer, Sansón les acompaña media legua, en dirección al Toboso.

CAPÍTULO OCTAVO.-
Y Cide Hamete pide que nos olvidemos de las pasadas caballerías “y pongamos los ojos en las que están por venir”. Probablemente estemos ante uno de los mejores ejemplos de ese narrador plural que utiliza Cervantes y así: el cristiano que compra la historia narrada por Cide Hamete se pone de manifiesto, pero inmediatamente que prosigue la historia aparece ese “yo” con “no sé si” que no parece el mismo de la primera parte, recuérdese el “no quiero acordarme”; una primera persona que no quiere, que no sabe, pero que recoge lo que otros “oyeron”. Este narrador nos sigue asombrando y desorientando. Da la impresión de que este Sancho nuevo de la segunda parte, algo malicioso y bellaco como él mismo se define, prepara el encantamiento de Dulcinea que recorrerá toda la novela. Discretean señor y escudero sobre la buena fama, la santidad de los frailes y la andante caballería durante los dos días tardan en llegar al Toboso.

CAPÍTULO NOVENO.-
Ruidos de animales, de bestias, reciben a nuestra pareja en la media noche del Toboso. Sancho sigue empeñado en bajar a Dulcinea del pedestal quijotil hasta que termina por irritar a don Quijote. A la sandez de buscar palacios en rincones de callejuelas, se replica con enamoramiento “de oídas” y así en el claroscuro de la noche castellana un criado de labrador rico no sabe dar razón de tal principal señora y el anuncio del alba logra sacar a don Quijote del pueblo para que sea el mentiroso de Sancho quien regrese a buscar, más despacio, a su señora perdida. Por cierto es este capítulo donde se encuentra la famosa frase: “Con la iglesia hemos dado [no topado], Sancho”, con una casi segura ausencia de intenciones anticlericales, aunque lo importante no es esto, como advierte Casalduero, sino el hecho de que el pueblo se sirviera de ella para expresar un sentimiento latente. La frase es de Cervantes, la intencionalidad del sentimiento arraigado en la gente.


CAPÍTULO DÉCIMO.-
Estamos ante un capítulo importante. Como acertadamente apunta Casalduero, tanto Sancho como don Quijote adoptan posturas literarias, el primero con un monólogo y el segundo oculto en la floresta “descansando sobre los estribos”. Y es entonces cuando Sancho le pone a su amo los molinos delante diciéndole que son gigantes y don Quijote se queja que no ve princesa alguna (Dulcinea), sino “a tres labradoras sobre tres borricos”. Contrahecha la hermosura de Dulcinea por el engaño de Sancho, don Quijote no sabe si el encantamiento lo es de sus ojos o de la figura de su señora. “Delicadamente engañado”, don Quijote conserva una última esperanza que alivie el “olor de ajos crudos”, Sancho lo sabe y le ofrece a su señor una “silla a la jineta…, que vale la mitad de un reino”. Alguien que monta sobre semejante silla no puede ser una campesina.

CAPÍTULO UNDÉCIMO.-
Tanto ha cambiado todo en esta segunda parte, que vemos a don Quijote con esa tristeza triste que convierte a los hombres en bestias. Mas no hay mejor desquite que la burla y el caballero de la triste figura la dirige contra Sancho, pero también contra sí mismo, cuando reprende a aquel por haber colocado las perlas en los ojos de Dulcinea, “que los ojos que parecen de perlas antes son de besugo que de dama”.  En este discurrir sobre si Dulcinea está solo encantada a los ojos de don Quijote, aparece en el camino la carreta-escenario de los faranduleros conducida por el diablo con el que viajan la muerte, Cupìdo, un emperador y otros actores. Barca de Carón le parece a don Quijote, Las cortes de la muerte dicen ser y venir de representar el auto en un pueblo cercano por ser la octava del Corpus. ¿Qué no hubiera hecho don Quijote con semejante aparición en la primera parte? Ahora no alcanza sino a preguntarse por apariencias y desengaños.


CAPÍTULO DUODÉCIMO.-
Que Sancho se va “haciendo menos simple y más discreto” nos resulta tan evidente como al propio don Quijote, pero Cervantes cree necesario matizar esta nueva pericia de su personaje. Aclaraciones cervantinas que se repetirán con insistencia en esta segunda parte, quizás la razón esté en cierta necesidad de poner orden en la desorientadora realidad que ha construido hasta ese momento. Obsérvese que si en 1605 la secuencia era: molinos-Sancho, gigantes-don Quijote, en 1615: Dulcinea-Sancho, campesina-don Quijote, la paradoja es manifiesta. Volviendo a la matización cervantina de Sancho, el lector no sabe de qué admirarse más si de la burlona ironía del Sancho discreto que desaliña al rucio o de la elegancia del refranero. El capítulo termina con el encuentro de don Quijote con el Caballero del Bosque.

CAPÍTULO DECIMOTERCIO.-
La curiosidad le lleva a uno a preguntarse a quién atribuir la aclaración de que “la historia cuenta primero…”, si al traductor, al cristiano o al misterioso yo cervantino. Construida esta segunda parte a base de diálogos, opta Cervantes por separar a caballeros y escuderos. Como bien señala Eduardo Urbina el diálogo de los escuderos no era posible después del combate de los caballeros y debía por tanto ir primero. Escuderilmente y acompañados por un bota de vino de Ciudad Real y “una empanada [de conejo albar] de media vara”, departen Sancho y el escudero del Caballero del Bosque acerca de fatigas y mercedes, de las borracherías de sus amos y de volver a casa, que en el fondo de eso se trata, porque en realidad el escudero con el que se entiende Sancho es su vecino Tomé Cecial, su vecino, y el Caballero del Bosque no es otro que el bachiller Sansón Carrasco. El disfraz y la noche impiden el reconocimiento.   

CAPÍTULOS DECIMOCUARTO Y DECIMO QUINTO.-
La respuesta que don Quijote da al desafío del Caballero del Bosque no puede ser más coherente en atención a lo visto y oído. Que si un encantador ha tornado a Dulcinea campesina vulgar, igual puede haber “tomado su figura [la de don Quijote] para dejarse vencer” por el Caballero del Bosque y todo no más que “por defraudarle de la fama”. A su defensa tendrá que aplicarse en lo sucesivo. Tras uno de esos amaneceres cervantinos que parece pintados con la paleta de Bocaccio, lo primero que vemos con Sancho es la descomunal nariz del escudero Tomé Cecial y a continuación la prestancia del ya transmutado en Caballero de los Espejos. Hay antes del lance una jugosa conversación entre los contendientes acerca de sus identidades ocultas y manifiestas, lo que obliga a don Quijote a decir el más que juicioso: “no soy yo el vencido don Quijote que pensáis”. Tal vez las desaforadas narices, luego sabemos que postizas, de Tomé tuvieron algo que ver en el desenlace porque tanto espantaron hasta al mismo Rocinante que “sola esta vez se conoció haber corrido algo” lo que dio la victoria a don Quijote. El caballero vencido muestra por encantamiento el aspecto de Sansón Carrasco y de esta guisa reconoce cuanto don Quijote dispone, tanto no ser quien es y sí quien finge ser, como buscar a quien encantada está y no presenta el aspecto de quien es [Dulcinea]. Tanto son las apariencia y engaños que Cervantes se cree obligado a hace capítulo aparte donde aclarar el bureo entre el cura y el barbero con el bachiller para engañar a don Quijote y hacerle retornar a la aldea. Vencido Sansón Carrasco, todos sus deseos se tornar en venganza.

CAPÍTULO DECIMOSEXTO.-
“Todo es artificio y traza de los malignos magos que me persiguen”. Y cuán cargado de verdad está el de la Mancha, pues ¿no le tornar campesina a la sin par Dulcinea y Sansón Carrasco al vencido Caballero de los Espejos? No hay mejor razón poética que la Cervantes y si alguien lo duda que lea la forma en que don Quijote se presenta al Caballero del Verde Gabán, don Diego de Miranda, que no sabe de qué admirarse más si de haberse tropezado con un caballero andante o de que anden “historias impresas de verdaderas caballerías”. Y no menos se sorprendió de oír en boca de aquel que tenía por mentecato, el esplendoroso discurso sobre la ciencia poética.


CAPÍTULO DECIMOSÉPTIMO.-
Pero es tiempo de que las digresiones cesen y una nueva aventura acaezca: la de los leones. La clave de la interpretación del episodio quizás esté en el antecedente de los requesones que Sancho introduce en la celada de su amo y que aquel para justificarse achaca, de nuevo, a los encantadores. El arrojo de don Quijote al ordenar al leonero abrir la puerta de la jaula del león, será temeridad y locura para don Diego de Miranda, valerosa hazaña para el leonero y aventura de desencantamiento para su protagonista, porque no hay “encantos que valgan contra la verdadera valentía”.     

CAPÍTULO DECIMOCTAVO.-
Las “frías digresiones” no parecen ser del gusto del traductor que tomando a la verdad como base de la novela estima pertinente despintarle al bueno de Cide, “todas las circunstancias de la casa de don Diego”. La prudencia, al fin y al cabo virtud cardinal, y, al mismo tiempo, cierta necesidad de grandeza, inspiran a don Quijote la más certeza descripción del caballero andante: “Ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo con los menesterosos y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla”. Y la no menos atinada de su sociedad coetánea: “Pero triunfan ahora, por pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo”. Interesante parece destacar que no le interesa “el perdigón manso” de don Diego, de cuya casa tranquila y silenciosa, parte el héroe melancólico y que la santidad que Sancho reconoce en el del Verde Gabán parece más por lo burgués de la alforja que por el recogimiento interior.

Manuel Martín. Madrid, 1782. Ilustrada con cuarenta y cuatro estampas. Dice Asensio que los grabados ocupan la tercera parte de la página. Son toscos y pobres, copia de otras ediciones, añade que el papel es inferior, los tipos gastados y la impresión mala. Asensio 102.
CAPÍTULO DECIMONONO.-
Poco después de haber partido desde la casa de don Diego, encuentran nuestros protagonistas nueva compañía. Es entonces cuando don Quijote se da a conocer con su nuevo apelativo: “El Caballero de los Leones”. De boca de dos estudiantes conoce don Quijote la proximidad de la boda de Quiteria “la hermosa” y Camacho “el rico”. Al enlace se opone un zagal, vecino de Quiteria, llamado Basilio. Cervantes prepara el camino: Sancho toma partido por la naturaleza, don Quijote, por la ley, los estudiantes riñen.

CAPÍTULO VIGÉSIMO.-
Amanecer cervantino. Duerme el criado, vela el señor. Tufo de torreznos asados. A través del enramado, un festín de paraíso se abre a los ojos de Sancho que si la boda era de aparato rústico, el banquete “podía sustentar a un ejército”. Bailes con paradas o danzas con representaciones preceden a las digresiones de nuestros protagonistas sobre la vida y la muerte.

Es la linda edición, en palabras de Asensio, que los serñores Salvatella hicieron para la Bibilioteca Amena e Instructiva en Barcelona en 1881. Consta de dos volúmenes en octavo.

CAPÍTULO VIGÉSIMO PRIMERO.-
Comparecen los novios, Quiteria y Camacho, pero también Basilio quien reprochando a Quiteria se ingratitud se suicida en su presencia, solicitando que en sus últimos instante le sea concedida la mano de su amada. Se trata de un engaño, pues Basilio finge la muerte por la propia mano, para ganar el favor de los concurrentes a la satisfacción de su postrero deseo: el matrimonio in artículo mortis con Quiteria. Descubierta la estrategia, don Quijote media entre ambos bandos, el de Basilio, el fingidor, y Camacho, el engañado, argumentando que en el amor como en la guerra, toda estrategia es buena si a la victoria conduce. Sancho es quien parte derrotado, pues que al tomar partido don Quijote por la causa de Basilio, se ve obligado a dejar atrás las amadas ollas de Camacho.  

CAPÍTULO VIGÉSIMO SEGUNDO.-
Los consejos que don Quijote da a Basilio provocan los murmullos de Sancho y así llegamos a saber de los celos de Teresa Panza por más que nos cueste imaginárnosla en semejante actitud. Un primo de uno de los riñosos estudiantes, será quien acompañe a don Quijote y Sancho hasta la entrada de la cueva de Montesinos. El acompañante es de profesión humanista, de formación libresca y adorador de todo saber huero. Antes de descender a la sima, cual “frasco…, en pozo”, hace don Quijote provisión de soga y las naturales encomiendas a Dios y a la sin par Dulcinea. Este despeñarse en el abismo de la sima nos recuerda las peñas de Sierra Morena, penitencias de amor.

CAPÍTULO VIGÉSIMO TERCERO.-
El venerable Montesinos, su primo el valiente Durandarte, las hijas y sobrinas de la dueña Ruidera, la mismísima Belerma portante del corazón de su amado Durandarte y hasta Guadiana, su escudero, todos encantados por Merlín dentro de un palacio de cristal. Una hora estuvo abajo colgado de la soga don Quijote, aunque a su parecer tres veces amaneció y anocheció. Esta abstracción del espacio y del tiempo, aproxima a los personajes a un dilema intemporal: la endeblez de la verdad. Sancho cree que lo que cuenta su amo le ha sido encajado “en el magín o la memoria” por el encantador (Merlín). Cervantes decide entonces subir la apuesta pues don Quijote afirma haber identificado a Dulcinea encantada por los ropajes y la compañía, tal y como en su día se la mostró Sancho, esto es transformada en campesina. Pero lo más sorprendente es que Sancho a pesar de clamar al cielo por la locura de su amo, termina por dudar y se pregunta si no habrá encantadores y encantamientos tan poderosos para trocar el juicio de su señor, sin advertir que siendo él mismo el encantador de Dulcinea también lo es de don Quijote.

CAPÍTULO VIGÉSIMO CUARTO.-

No conviene olvidar que el episodio de la cueva de Montesinos es apócrifo, tal y como nos recuerda el inicio de este capítulo, lo que sitúa a la novela en la más precaria de las situaciones, en la medida en que entrega al lector no ya la fijación de la diferencia entre poesía e historia, sino la perspectiva misma de recorrer las plurales interpretaciones que unen, y a la vez separan, ficción y verdad. Duda con buena razón don Quijote, recuperado de su paso subterráneo (de la locura a la cordura), de que la sarta de majaderías que se le ocurren al estudiante pueda hallar impresor, lo que aprovecha Cervantes para dejar constancia, naturalmente que velada, a la generosidad de condes y tacañería de duques. También en el exterior de la cueva hay mucho movimiento: un hombre cargado de lanzas y albardas que pasa por prisas, una sotaermitaño que no ofrece más que agua, un paje andante, galán que no llega a los veinte, camino de la guerra y una venta, que no castillo, donde terminan por reunirse todos.

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