jueves, 10 de mayo de 2012

Trenes rigurosamente vigilados.


“Este año los alemanes ya no dominan el espacio aéreo de nuestra ciudad.” Es la voz del narrador. Conocemos que es el biznieto de un tal Lukas, nacido en 1830 y que con tan sólo dieciocho años, siendo tambor del ejército, quedó impedido a consecuencia de un adoquín arrojado por un estudiante y viviendo el resto de su vida de una pensión que gastaba diariamente en una botella de ron y un paquete de tabaco. Murió de una paliza que le propinaron unos canteros, hartos de que el pensionado Lukas se burlara de todo aquel que trabajaba. El abuelo, la astilla de Lukas, era hipnotizador en circos pequeños, la gente tenía la certeza de que todo era un mero pretexto para no trabajar, pero con la llegada de los alemanes, Vilém, que así es como se llamaba el abuelo del narrador, les dio a todos una lección entregando su vida delante de los tanques invasores tratando de detenerlos con su pensamiento. El padre también abandono pronto el trabajo, a los cuarenta y ocho años, después de estar veinte años conduciendo una locomotora. Madruga, como don Quijote, para buscar la utilidad de las cosas que la gente desecha. Es hora de regresar al año en el que los alemanes ya no dominan el espacio aéreo.

Es curioso que inmediatamente aborde el narrador la descripción de su uniforme de alumno de factor de ferrocarriles, lo digo porque tal descripción ocupa el mismo número de páginas que sus antecedentes familiares.

En la oficina de telecomunicación: la ventana desde la que se ve un sendero de cinco kilómetros, los tres telégrafos y los cinco teléfonos que no dejan de comunicar sobre la mesa del telegrafista, situada junto a aquella ventana. Nuestro protagonista ha estado enfermo o recuperándose de una herida y debe de reiniciar su prácticas con el factor Hubicka. El jefe de la estación que pesa más de cien kilos, aunque eso no le impide bailar con suavidad, posee un despacho oriental con una alfombra de Persia y tres taburetes turcos. Y un reloj de mármol. El reloj y el tic-tac. El tiempo es esencial para un ferroviario. Este jefe de estación es un "filántropo" que sacrificó sus palomas alemanas y las sustituyó por palomas polacas. Su mujer degüella a un conejo como si estuviera haciendo un mantel de ganchillo.

El alumno Milos Hrma, el narrador, se presenta ante el jefe de estación Lánský Ruze. Ambos pondrán de manifiesto la naturaleza “depravada” del factor Hubicka, quien pese a ello está a punto de conseguir el entorchado con la estrella de diamante que distingue a los inspectores del ferrocarril.

Milos Hrma parece un idiota aprendiz de factor que no hace otra cosa que estar de pie junto a las vías en la estación de Hradec Králové. Dos SS le meten las pistolas en las costillas y Milos sube con ellos a la locomotora. Hay un retraso de un tren del Reich, es un tren rigurosamente vigilado, y Milos parece un buen candidato de culpabilidad. Pero como con los alemanes, esos cabezas cuadradas que retienen un tren durante horas en la estación porque faltan cuatro caramelos de la cantina, nunca se sabe, acaban por dejarlo en libertad al descubrir las cicatrices en sus muñecas. Milos aguanta la respiración cuando lo dejan en libertad y mira pasar los vagones. Pero Milos no es un idiota, es simplemente que se enamoró de Masa durante los cinco meses que ambos estuvieron pintando una cerca de cinco kilómetros.

La fama del factor Hubicka se ha extendido por la región y los trenes, trenes cargados de recriminatorios ojos de ganado, se detienen para conocer la historia de aquella noche en la que el factor Hubicka levantó las faldas de la telegrafista Zdenicka y estampó en su trasero todos los sellos de la oficina. Y para instruir el expediente sancionador por semejante comportamiento se presentan en la estación el jefe de movimiento Slusný y el consejero Zednicek. El jefe de estación Lánsky Ruze va tomando nota de cuanto debe constar. Mientras, Milos, afuera en el anden, controla la circulación de los trenes, el último es un tren hospital con su vagón-morgue de donde cuelga un farolillo rojo. La comisión se marcha y el jefe de estación grita irritado porque el jefe de movimiento ha visto su uniforme viejo cubierto de cacas de paloma. Está seguro de que tal circunstancia le impedirá lucir el  entorchado de inspector. Las palomas polacas que pasean por el alfeizar de la ventana del jefe de estación, que vuelan bajo un cielo azulado en el que es posible imprimir sellos grandes como torres de iglesias. Mañana sale un tren de Trebic que será rigurosamente vigilado por el factor Hubicka y el alumno Milos.

Hay a partir de aquí una sucesión de imágenes impregnadas de un magnetismo que se mueve entre lo premonitorio y lo abismal:

El caballo blanco que lleva al jefe de estación a través de la planicie nevada como si fuera cabalgando en el aire.
La luz de la lámpara que proyecta círculos en el techo del despacho del jefe de estación, tal como huesos de un esqueleto.
El horario de los trenes y su recorrido que será seguido con la punta de un lápiz.
La presencia de Masa, la novia de Milos, que le trae a la memoria su intento de suicidio.
El silbato negro que cae de la camisa de Masa sobre el rostro de Milos tendido en una cama de hospital donde cura sus heridas de deseo insatisfecho.
Las botas en el armario de una chiquilla de quince años que ha perdido las piernas.
El reflejo en los escaparates que casi puede olerse.
Las rendijas de luz en el hotelito de Bystrice, en el vagón de servicio, en la línea del bañador de las chicas en la piscina.
La llegada de la mensajera que trae el paquete que hará volar por los aires el tren rigurosamente vigilado, le quita todo el deseo a Hubicka y se lo da a Milos que por fin pudo sentirse hombre y se siente fuerte y valiente y tranquilo, hasta el punto de acordarse de su abuelo que trató de detener a los alemanes poniéndose delante de un tanque armado con sus poderes hipnotizadores. Es esa una buena razón para la venganza. Dresden ha sido destruida, pero a Milos los alemanes ya no le dan lástima como cuando estuvo en el hospital con sus muñecas cortadas y su tía Beatrice lo tranquilizaba, igual que hacia con aquellos pobres soldados alemanes bañados de aceite por las quemaduras. El tren de Trebic, rigurosamente vigilado, trae al final una garita, con una linterna y un haz de luz roja, como el tren hospital con su vagón-morgue.

Muy pocos textos a lo largo de la literatura universal poseen el peso narrativo de esta pequeña obra maestra. Cada frase es una certera flecha lanzada hacia el centro mismo de lo que acontece, como si la escritura fuera creando su propia realidad a medida que las palabras buscan su lugar en la frase. La palabra toma el cuerpo de aquello que designa y lo lanza a la vida, a veces la vemos hasta rebotar fuera del libro como sucede con el tic-tac de las “manecillas de color de los segunderos de todos los copos [de nieve]” Y es allí, en la construcción de espacios tan precisos como inverosímiles donde quedan suspendidas las verdaderas razones de una ausencia sucesivamente renovada por la espera. Milos no volverá a casa ni Masa podrá apretarlo contra su cuerpo, tampoco lo hará el soldado que llama a gritos a su enamorada desde la cuneta. No volverán las palomas polacas a volar alrededor del jefe de la estación, porque Dresden ha sido destruida. Seguro que el factor Hubicka no podrá regresar a sus festivas chanzas sexuales porque el miedo ha sustituido al deseo. La burbuja de la vida estalla y entonces nos preguntamos si no habría sido mejor “habernos quedado en casa sin mover el culo de la silla.”

Que ustedes lo hayan disfrutado. Pero no se preocupen si no es así, dejen pasar un año y vuelvan a leerlo.

Bohumil Hrabal, nació en Moravia en marzo de 1914 y falleció en Praga en 1997. Comenzó a publicar tardíamente cuando casi alcanzaba el medio siglo de vida, pero enseguida alcanzó renombre universal fundamentalmente con sus tres obras maestras: la que nos ocupa ahora y Una soledad demasiado ruidosa y Bodas en casa. Su obra prohibida en Checoslovaquia durante los años sesenta llegó a circular de forma clandestina por medio de copias manuscritas o mecanografiadas. Alguna de sus novelas muestra un carácter puramente experimental construyendo interminables frases en una búsqueda de un lenguaje capaz de mostrar la inmensidad de los matices de la vida.

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