lunes, 26 de agosto de 2013

Viajes de Alí Bey por África y Asia (y IV).


 



El Ramadán ha terminado y Alí sale hacia La Meca el 15 de diciembre de 1806, pero ha de esperar a las afueras de El Cairo a que se reúna la caravana con la que atravesará en desierto hacia el este, buscando el canal de Suez. No lleva consigo más catorce, pues buena parte de su equipo ha quedado El Cairo en poder del cónsul español. “En Suez no hay más artistas que los calafates”, allí el mar Rojo es estrecho, no tiene más que cuatro kilómetros de ancho. El viernes 26 de diciembre Alí embarca en un dhaw, que es una nave de una sola vela, con destino a Yedda. El año nuevo lo recibe en las islas Naaman o de los Avestruces que están al sur de Duba. La navegación en el mar Rojo es extremadamente fatigosa por la multitud de escollos que hay que salvar. El 13 de enero tocan por fin puerto en Yedda. Alí llega enfermo y nos cuenta lo que le sucedió en la mezquita con el gobernador. En Yedda un día sopla el viento del norte que es como salido de “la boca de un horno” y al día siguiente sopla el viento del sur y “el aire y todo lo que uno toca quedan impregnados de una humedad pastosa”.




El 21 de enero parte hacia La Meca, no le quedan más que unos pocos kilómetros después de quince meses de viaje desde que salió de Marruecos. Siete vueltas han de darse alrededor de la Caaba en dirección contraria a las agujas del reloj y siete veces se ha de recorrer la distancia entre las dos colinas: Safa y Marua para conmemorar la gesta de Agar. Después, beber agua del pozo de Zemzem, el que Dios abrió para atender los ruegos de Agar. Todo el mundo sabe que “los sultanes jerifes de La Meca tienen un envenenador en su corte” y la cosa es conocida desde “Egipto a Constantinopla”, el mecanismo es sencillo: nadie puede rechazar el agua del pozo de Zemzem sin caer en un acto impío. La estancia de Alí en La Meca coincide con la revolución wahhabí. Relata la llegada de unos seis hombres sin más vestimenta que la propia del peregrino (una toalla o tela enrollada en la cintura y otra que cubre el hombro izquierdo y se anuda bajo la axila derecha), pero portando las armas de los beduinos. El peregrino está obligado a acampar en la explanada de Mina, lugar donde los musulmanes señalan como el escenario del fallido sacrificio de Abraham en la persona de Ismael (los judíos-cristianos afirman que la víctima del sacrificio fue Isaac y no Ismael, y el lugar la roca de Jerusalén). En lo alto del monte Arafat, Jebel Nur, donde el ángel Gabriel entregó a Mahoma el primer capítulo del Corán, hay una pequeña ermita que los wahhabíes han comenzado a derribar cuando llegó Alí, por considerar que esa creencia no es más que mera superstición.




Se ocupa Alí de describir minuciosamente el templo de La Meca tal y como él lo conoció en aquella época, y del cual nada queda en la actualidad. Por eso nos hallamos ante un testimonio de singular importancia. La piedra negra contaba con quince “músculos”, la actual tan solo con ocho. Frente al muro donde está la puerta de la Caaba se hallaba el lugar donde de forma milagrosa salían las piedras que Ismael entregaba a su padre Abraham y con las cuales este construía la Caaba. Las dos colinas sagradas, Safa y Marua que estaban fuera del templo, hoy están incorporadas al mismo. La primera esta señalada con tres arcos, la segunda con tres muros. La gran calle central de La Meca es un mercado continuo donde circulan todas las monedas y productos venidos de la India y de Persia. En La Meca, comenta Alí, no se puede hacer ni encontrar nada, no es un lugar de paso ni tampoco para quedarse, los extranjeros que no dejan de afluir a ella cumplen los ritos religiosos y se van. En La Meca no se puede comprar ni un Corán ni, tampoco, un par de zapatos. No hay ni ciencia ni arte. Alí se muestra muy pesimista con el futuro de la ciudad. Las mujeres mecanas tienen más libertad que cualquier otra dentro de la comunidad musulmana y portan una prenda muy singular en la parte superior del cuerpo: se trata de una enorme camisa de más de dos metros de ancho por unos setenta centímetros de largo que está casi completamente abierta a ambos lados. Hace a continuación Domingo Badía una interesante reflexión sobre el destino del árabe cuyas propiedades se limitan a un camello, una escudilla de madera y un odre, que vive en un país de desiertos, esta sujeto a la superstición y la ignorancia y escribe sin vocales una lengua que se pronuncia de mil maneras. El 26 de febrero de 1807 el sultán Saud, líder de los wahabíes, expulsa de La Meca a turcos y magrebíes y se hace con el poder. Es una revolución religiosa que trata de volver al sentido original y simple del mensaje contenido en el Corán.




El 2 de marzo de 1807 Alí abandona La Meca. Desde Yedda embarca para Yanbu el 21 de marzo. Quiere desde allí viajar a Medina para visitar la tumba del Profeta, pese a la prohibición expresa de los wahabíes. La caravana en la que viaja Alí es interceptada y obligada a regresar a Yanbu. Alí reembarca con destino a Suez, pero unos días después, el 19  de abril, el buque encalla y tripulantes y pasajeros han de pasar varios días en un islote compuesto por “detritus de conchas, crustáceos y zoófitos”. No es este el único incidente, el Mar Rojo está lleno de escollos y pasadizos, poblado por malos vientos y surcado por los más negligentes capitanes que los mares hayan visto. El 10 de mayo Alí llega a la isla Tirán: al norte, el mar del golfo de Aqaba; al este, Arabia y al oeste, la “Tierra de Tur”, la península del Sinaí. En mitad de una espantosa borrasca el buque de Alí dobla el cabo de Ras Abu Mohamed para internarse en el golfo de Suez. Es el 14 de mayo cuando llegan a un fondeadero. Al día siguiente Alí abandona el barco y se sube a un camello: el resto del viaje hasta Suez lo hará por tierra.




En Tur, Alí conoce a un cura cristiano que dice la misa por el rito griego en árabe. El sacerdote depende del arzobispo del monte Sinaí que junto con los de Rusia, Angora y Chipre, y los cuatro patriarcas, a saber, el de Constantinopla, el de Alejandría, el de Jerusalén y el de Antioquia, constituyen los ocho dignatarios independientes del rito ortodoxo. El 23 de mayo entra en Suez, pero sólo unos días después y estando preparada una caravana de ochocientos camellos para El Cairo, el incansable Alí, se une a ella. Por fin el 14 de junio, Alí regresa a El Cairo de donde había partido en diciembre de 1806 y los amigos salen a recibirlo. Pero el 3 de julio Alí ya se ha unido a otra caravana para dirigirse a Jerusalén. El 14 julio ha atravesado el desierto y entra en Gaza. La ciudad está gobernada por un agá turco que depende del agá de Jaffa y ambos obedecen al pachá de San Juan de Acre. A las ocho menos cuarto de la mañana del 23 de julio de 1807 Alí entra en la ciudad santa.




El Haram, el templo, de Jerusalén es un lugar “consagrado por la presencia particular de la divinidad” y, por tanto, “prohibida a los profanos, a los infieles”. Los dos templos sagrados musulmanes son La Meca y Jerusalén. Naturalmente que Alí se está refiriendo a la explanada de las mezquitas, el gran templo erigido sobre el de Salomón y que comprende la Mezquita de la Roca y la Mezquita de Al-Aksa. Esta última es conocida como la “mezquita lejana” por su vinculación con un versículo del Corán. Mahoma se detuvo en Al-Sakhara, la roca, la cual recibió la huella de su sagrado pie. La roca de Al-Sakhara es el peñasco sobre el cual Abraham ofreció el sacrificio de su hijo Isaac, para la tradición judeo-cristiana, o de su hijo Ismael, para los musulmanes. Alí asegura que la roca está custodiada por setenta mil ángeles que se relevan cada día y que a la entrada de esta mezquita de Al-Sakhara está colgada el Mizán, “la balanza eterna, en la que serán pesadas las acciones buenas y malas de los hombre en el día del juicio final”. Pero no es este el único elemento invisible, también lo es el puente de Sirat por donde “los fieles creyentes pasarán con la rapidez del rayo para entrar en el Paraíso, mientras los infieles caerán al profundo abismo del Infierno”. El Sirat está señalado con una columna que sobresale en el exterior del templo.


En el monte Sión está la tumba del Rey David, lugar donde se dice tuvo lugar la última cena de Jesucristo y el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles. En este lugar también han de rezar los musulmanes, desde aquí Alí fue a beber el agua de la fuente de Nehemías, cuya agua los musulmanes aseguran procede directamente del pozo de Zemzem de la La Meca. Alí la encontró distinta. En el Monte de los Olivos, el Jebel Tur para los musulmanes, donde se dice están enterrados setenta y dos mil profetas, Alí encontró una iglesia cristiana donde “se venera un mármol con la huella del pie de Cristo”, es la conocida como Capilla de la Ascensión. Camino de Belén, Alí contempla sobrecogido el resplandor de un meteorito y todos se arrojan al suelo exclamando: “¡Min Alah!”. Entra en Hebrón para visitar la Tumba de los Patriarcas: Abraham y Sara, Isaac y Rebeca, Jacob y Lía. Tapices rojos para ellas y verdes para ellos. El templo que la alberga era mezquita en los años de Alí, antes había sido iglesia y después fue sinagoga. ¡Qué despacio avanzan los hombres! En Belén un monje ortodoxo griego cuida del sagrado lugar de nacimiento de Jesús. De vuelta a Jerusalén, más tumbas, la de la Virgen María y sus padres y esposo y la visita a la Iglesia del Santo Sepulcro. “Los musulmanes rezan oraciones en todos los lugares santos consagrados a la memoria de Jesucristo y de la Virgen, excepto en esta tumba… Consideran que Cristo no murió, que ascendió al Cielo en vida dejando la huella de su rostro a Judas, quien fue condenado a morir en su lugar”.

Alí regresa a Jaffa embarcando con destino a la famosa capital del reino cristiano en la época de las cruzadas, San Juan de Arce, a la que los musulmanes llaman Akka. Es el 31 de julio de 1807. En 1781 el pachá Jezzar había levantado sobre los resto de una antigua iglesia cristiana, la mezquita que lleva su nombre, sorprendente por estar rodeada de un jardín con templetes y animales y por el rico colorido de su interior que la hacen más semejante a una casa de campo que a un templo. Enfrente, al otro lado del golfo, en Haifa, se contempla el monte Carmelo, en el interior de sus cuevas vivió el profeta Elías y dio nombre a la orden Carmelita. Otra orden, en este caso la de los franciscanos, es la que regenta el monasterio enclavado en el lugar donde la Virgen recibió la visita del ángel Gabriel, en Nazaret de Galilea. A la iglesia acuden con regularidad a rezar los musulmanes que reconocen la virginidad de María y la encarnación milagrosa de Jesús.

El 19 de agosto Alí abandona Nazaret y parte hacia Damasco. Bordea el Mar de Galilea, también llamado lago de Tiberíades que está a más de doscientos metros bajo el nivel de mar. Por sus orillas la historia y el mito menudea. Las ruinas de Magdala de donde era originaria María Magdalena, el pozo donde se dice que los hijos de Jacob escondieron a su hermano José antes de venderlo a unos comerciantes egipcios, los tres ojos del puente romano sobre el río Jordán. El 22, Alí llega a la capital de los Omeya, llamada Sham por los árabes. En la inmensa mezquita de los Omeya que se alza apoyada en cuarenta y cuatro columnas, sobre los restos de una catedral y los anteriores de un templo romano, se encuentra enterrada la cabeza de San Juan Bautista. Asegura Alí que en Damasco hay más de cuatro mil fábricas de de paños de seda y de algodón. El zoco está lleno de telas y artículos de guarnicionería y un gentío inmenso recorre bazares, barberías, baños, cafés, mercados…, pero a medida que uno se retira de estos lugares, se aspira el silencio de las calles sin tiendas. Aunque en Damasco hay iglesias y sinagogas, el extremismo del pueblo parece mayor que en Egipto, pues un “cristiano o un judío no puede montar a caballo por la ciudad, ni siquiera ir en burro.” A Damasco llegan tres grandes caravanas: la de la Meca, suspendida en la época que es visitada por Alí, debido a la revolución de los wahabíes; la de Bagdad y la de Alepo. Asegura nuestro viajero que la población damascena posee buena salud y que la media de vida  está entre los setenta y los ochenta años, altísima para la época.

El sábado 29 de agosto de 1807, Alí se une a una caravana que viaja hacia Alepo, atravesando tierras en las que se habla el arameo, probablemente la lengua de Jesucristo. Homs es la primera ciudad importante en la ruta, allí todo está hecho con basalto, lo que le da una aspecto lúgubre a la antigua Emesa, famosa por haber tenido lugar una gran batalla entre las tropas de la reina Zenobia de Palmira y las tropas romanas de Aureliano en el siglo III. En las tierras siríacas donde nos encontramos, Alí describe con mucha asiduidad colinas aisladas con aspecto de escombros, se trata de lo que en arqueología se denomina teles que son acumulaciones de depósitos provocados por la ocupación humana. Evidentemente Alí no podía darse cuenta de su importancia. Hama “es una ciudad considerable…, su población es el doble que la de Homs.” El río Orestes a su paso por la ciudad, mueve una multitud de ruedas hidráulicas, algunas de hasta 20 metros de diámetro, que sirven para elevar el agua hasta los acueductos que la conducen y distribuyen. En los meses de calor la gente duerme en las terrazas o en la misma calle, y allí se viste y asea. El miércoles 9 de septiembre a las tres de la tarde, Alí entra en Alepo, Haleb para los árabes. Alepo no es cualquier lugar y no lo es porque al inicio de nuestro libro Alí dice ser esta su patria chica. De ahí que la aclaración de Roger Mimó sea atinadísima y ella nos remitimos.


Hasta las cinco de la madrugada del sábado 26 de septiembre de 1807, Alí no sale de Alepo. Dos días después llega a Antioquía, Antakya para los turcos, que en aquella época se situaba en el margen izquierdo del río Orentes; aunque había llegado a ser tercera ciudad más importante del imperio Romano, tras Roma y Alejandría, cuando la visita Alí sus dimensiones son muy reducidas. El 29 de septiembre, desciende por el río Orentes hasta el mar Mediterráneo para embarcar hacia Turquia atravesando el golfo de Iskenderun (de donde parece haber salido hace miles de años la isla de Chipre). El 2 de octubre está en Tarso, famosa por ser la patria del apostol San Pablo y por haber tenido lugar en sus cercanía la batalla de Issos entre el ejército persa y el de Alejandro Magno en el siglo IV a. C. Alí parece llevar prisa y no hace más paradas que las que exige el descanso. En tres días atraviesa los montes Tauros y se adentra en la meseta de Anatolia. Atraviesa la provincia de Karamania y se detiene en Konya, la antigua Iconium que aparece en el libro de los Hechos de los Apóstoles como Iconio. Sabemos de la prisa de Alí, pero ignoramos la razón, dice a uno de los tártaros que le acompaña que el 18 tiene que estar en Constantinopla. Pero el 20 aún está en Nicea, famosa por haberse celebrado allí el primer concilio ecuménico de la cristiandad, hasta el día siguiente no llega al mar de Mármara. El marqués de Alenara, embajador de España en Constantinopla, manda a Alí unas barcas y criados para atravesar el Bósforo.

Este brazo de mar que se adentra en la tierra da forma al mejor puerto del mundo, el famoso Cuerno de Oro. Alí visita y describe las mezquitas, pero tienen mayor interés otros detalles que nos ofrece. Las casas están construidas con madera y los repetidos incendios no les disuaden de seguir empleando este material. Hay una calle de orfebres-joyeros y un barrio entero de caldereros. El obelisco que Teodosio mandó trae desde Egipto para colocarlo en el hipódromo de Constantinopla, tenía a unos pocos metros una réplica hecha por los griegos y entre ambos se hallaba la columna Serpentina que Constantino había hecho traer desde el templo de Apolo en Delfos. La cisterna de Filoxeno fue construida para abastecer de agua a la ciudad, pero cuando la visita Alí es ya una hilatura de seda y hoy un restaurante. Hay, dice Alí, un mercado que no pudo visitar donde se “venden a las mujeres blancas y negras”, un barrio para los cristianos griegos, llamado Fanar, y cuyas casas no pueden ser pintadas más que de colores oscuros.Antes de salir hacia la capital del Principado de Valaquia, Alí nos deja unas deliciosas páginas sobre la cuchara de madera que cuelga del bonete de ceremonia de los jenízaros, el sultán turco, Gran Señor, y la situación del Imperio Turco.

Cuatro años ha durado el viaje. Muchas cosas nos han contado Domingo Badía y Roger Mimó, pero lo mejor es quizás que esto no acaba aquí, que hay otro par de viajeros españoles que durante el siglo XIX recorrieron África: Caid Ismail y el Moro Vizcaíno. Nos dejaremos guiar por ellos.

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