domingo, 9 de marzo de 2014

Corazón de Ulises. Primera parte: una vuelta por el Egeo.


Todo viaje es circular. El de Ulises, el de Marco Polo, el de Cristóbal Colon y hasta el de Alejandro Magno que jamás retornó a su patria. Si el regreso está en la propia condición humana, el retorno depende única y exclusivamente de volver a tiempo la grupa.  Pero siempre el viaje es patrimonio del corazón y con él se hace. El puerto de Nauplia pone a Argos a tiro de flecha. Tan importante fue Argos en la antigüedad que daba nombre a todo el Peloponeso. Unos dos mil años antes de Cristo hasta sus llanuras llegaron procedentes de Asia Central los aqueos que debieron mezclarse con los habitantes de la zona. Su poder se extendió desde Tesalia hasta la misma Creta, cuya resistencia fue la última en caer. Aqueos fueron Ulises o Aquiles, “refinados hijos del mar”. Deber y valor para la acción, elocuencia e instrucción para cantar las gestas ajenas y propias. Estas son las armas del héroe aqueo que busca la gloria y la fama. También hoy mantiene el hombre esa misma aspiración, aunque las armas han cambiado, tal vez porque también lo han hecho los sueños: ¿Qué niño sueña hoy con los héroes de la Ilíada?


Si creemos a Reverte cuando afirma que Creta es, a su parecer, la menos griega de las islas que conforman esa víscera desagarrada que es Grecia, resulta interesante saber que buena parte de la cultura helena pasó antes por la civilización minoica. Y muy bien podemos considerar a Teseo como el primer héroe griego por sacar de la esclavitud del vasallaje a Atenas. Incurre Reverte en la típica paradoja del viajero: soporta las molestias de las nubes de turistas por saberse avispa del mismo panal. Más acertado está cuando se pregunta de dónde tomarían los griegos los ejemplos a seguir teniendo dioses tan poco recomendables. Es posible que los, de momento, indescifrables jeroglíficos estampados en el disco de Festos escondan alguna de esas claves que parecen faltarnos, o tal vez, como indica nuestro autor, no sea más que algo así como el juego de la oca en versión antigua.


Rodas, pegadita a la costa turca, es más pequeña de Creta. El lector se pregunta si acaso no será un rito antiguo de bienvenida, esa peculiar forma que tiene Reverte de entrar en los lugares que visita, lo mismo de la mano de un comerciante de electrodomésticos que de un profesor de matemáticas. Hasta consigue que nos resulte verosímil que sea un hostelero de Chicago el encargado de abrirle los ojos a un viejo trotamundos: para escritores y enamorados, mejor las islas pequeñas que las grandes. También el turismo, dios aburrido de nuestra época, se enseñorea de Rodo, la ninfa de la isla que según la leyenda fue esposa de Febo. El hijo de Antígono, uno de los generales de Alejandro Magno, transmitió a su hijo el famoso Demetrio Poliorcetes (su apellido dio nombre al arte de asediar ciudades amuralladas), la ambición de reunificar el imperio alejandrino y en el año 305 a. de C., sitió la ciudad de Rodas. De su fracaso nació el Coloso. Otro coloso, en este caso Solimán el Magnífico, logró por fin acabar con toda resistencia y conquistó la isla en 1523. Reverte abandona la bien rehabilitada Rodas para dirigirse a Kastellorizon, una pequeña isla al sureste de Rodas en dirección a Chipre. Esta isla que debe su nombre a la fortaleza, castillo rojo, levantada por los caballeros de Rodas, que alcanzó una insospechada prosperidad en los años de la Belle Époque y que fue bombardeada por los alemanes en la última guerra mundial, resulta de lo más interesante. Primero porque no tiene nada que visitar, segundo porque no hay turistas, tercero porque su población es muy pequeña y, por último, por ese vino peleón con sabor a ciprés llamado retzina.


Ya en Turquía el primer lugar donde se detiene nuestro guía es Mileto, la patria de Tales, Anaximandro y Anaxímenes. La verdad es que para lo que había que ver, bien pudo haberse quedado en la pensión de Söke. Las ruinas visibles del Efeso de Heráclito son las de la posterior ciudad romana, y el río Caistro, que debió de servir de inspiración a Heráclito, ha desaparecido. Y mientras Heráclito contempla ensimismado pasar las aguas del río, en la otra punta del mundo civilizado, en la Magna Grecia, el eleano Parménides nutre su obra de sólidos entramados metafísicos. Da la impresión, es posible que equivocadamente, de que Reverte disfruta más abandonando los lugares que visita que recorriéndolos. En Esmirna, al noroeste de Efeso, Reverte recuerda al rey lidio Creso, a Ciro el Grande, a Alejandro Magno. Los turcos después de la Primera Guerra Mundial la arrasaron y le cambiaron el nombre. Ahora es Izmir para los turcos y Esmirna para los griegos. No queda más que la vieja ágora romana, un reducto a salvo de retratos de héroes contemporáneos y de festividades religiosas.


Busca ya el viajero la costa del estrecho de los Dardanelos con el recuerdo puesto en la gran biblioteca de Pérgamo, Bergama para los turcos. La cuna del libro, tal y como lo conocemos en la actualidad, fue objeto de varios saqueos: Marco Antonio regaló a Cleopatra un buen número de ejemplares enviándolos a Alejandría y lo que quedó fue alimento de las hogueras de los cruzados cristianos. ¡Cuánto daño en nombre de Dios! ¡Cuántas obras desaparecidas para siempre! A estas alturas no hace falta ser muy vivo para darse cuenta del destino al que se dirige Reverte. Naturalmente que a Troya. Vivían los troyanos de cobrar pasaje a barcos y caravanas cuando allá por el año 1.200 a.C., llegó a sus puertas el príncipe Paris en compañía de Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta y como eran muchas las ganas que los griegos les tenían a los troyanos, armaron más de mil naves y partieron a Troya para hacer, sin saberlo, historia y para que tres mil años después un excéntrico millonario alemán llamado Heinrich Schliemann, convirtiera en su sueño de redescubrir el emplazamiento de la antigua Ilión sobre la colina de Hisarlik.
  


No cabe duda de que Reverte es un tipo con mucha suerte: entra en una tienda de souvenirs de Estambul y encuentra uno de los libros de viaje de Pierre Loti editado en 1890. Lástima que no sepamos de qué titulo se trata. Griegos llegados de Megara y Micenas fundaron Estambul hacia el año 658 a. de C., según Heródoto. La epopeya queda recogida en la leyenda de los Argonautas. Los persas la retuvieron antes de la llegada de Alejandro Magno, cuyo imperio quedó desmembrado tras su muerte. Tardaron los romanos un par de siglos en hacerse con esta codiciada urbe, pasando a ser designada como Constantinopla en lugar de Bizancio (por Bizas el griego de Megara que la fundó). Ya en el siglo VI d. de C. pasó a ser la capital del imperio bizantino. Los cruzados la saquearon destruyendo su biblioteca en el siglo XIII y en fecha tan señalada como la del año 1453, Constantinopla cayó a los pies del sultán turco Mehmet II. Santa Sofía se convirtió en mezquita y Constantinopla en Estambul. Tal era el empuje del imperio que hasta el estrecho de Lepanto tuvieron que viajar un par de españoles famosos, don Juan de Austria y don Miguel de Cervantes, para frenar a los turcos. El paulatino declive del imperio otomano tuvo su último episodio durante la Primera Guerra Mundial. En el periodo de entreguerras Atatürk proclama la República de Turquía y la capital se traslada al interior, a Ankara.


Atraviesa Reverte el estrecho del Bósforo recordando el ardid de que se sirvió Jasón para engañar a las asesinas rocas Simplégadas. En la Trebisonda de hoy, una de las más importantes colonias jonias en el Ponto Euxino y patria de Solimán el Magnífico, el hormigón ha expulsado a los turistas y no hay nada digno de ver. Pero Reverte persigue otra cosa. Ha dejado a Jasón y toma a otro aventurero, Jenofonte que en el año 404 a. de C., luchó como mercenario al lado de Ciro, el hermano del rey persa Aratajerjes II y cuyo desastroso regreso relató el ático en Anábasis. Entre griegos y turcos siempre ha andado el juego y Reverte ha de pasar la frontera a bordo de dos taxis porque el turco no tiene adherido a su chasis la pegatina de la Unión Europea. Y es que la pericia papelera de los europeos lleva camino de convertirse en síndrome. Los días de frontera son largos, pero Reverte comparte con los héroes griegos la sangre aventurera que le hace sentirse bien en la estación de autobuses de un pueblo perdido, entre rostros desconocidos y en un país que no es el suyo.


En Alexandrópolis, Reverte recuerda la leyenda de Orfeo. El enésimo autobús lo conduce hasta Tesalónica, la segunda ciudad más importante de Grecia, donde se habla el alemán como lengua subsidiaria. La referencia a la Macedonia de Filipo II y de su hijo Alejandro Magno es obligada para el fuste de un escritor con aspiraciones divulgadoras como es Reverte, y no le falta razón cuando afirma que sin estos dos héroes es muy probable que toda la cultura, ciertamente elitista, de la Hélade no hubiera impregnado las raíces culturales del mundo por entonces conocido y que nuestra realidad sería distinta. En tren desde Tesalónica hasta Tebas, el viajero va dejando atrás el monte Olimpo y el Parnaso, Delfos y el campo de Maratón, atraviesa la patria de Aquiles y el Egeo refulge en el trayecto hasta la capital de Beocia. Alceo-Hércules nació bajo sus murallas, el tebano Epaminondas liberó a los griegos de la tiranía espartana nacida tras la guerra del Peloponeso y más tarde Alejandro Magno la redujo a cenizas. Vuelve de nuevo Reverte a sorprendernos: elige la estatua de Píndaro alzada en un jardín como lo más relevante de la ciudad fundada por el fenicio Cadmo. 

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