viernes, 19 de julio de 2013

Tiempos del "Quijote". Francisco Rico.






Se pregunta Francisco Rico si el Quijote ha variado durante los cuatro siglos de su existencia. Naturalmente que la respuesta ha de ser afirmativa, no sólo porque cada lector tiene su Quijote, sino porque también lo tiene cada tiempo y si se apura, también cada espacio. Y a este último respecto la anécdota de convertir al Quijote en ciudadano de una comunidad autónoma, parece suficientemente ilustrativa.

 Si muy cerca de la necesidad de probanza se hallaba la hidalguía de don Quijote, Rico nos habla de cancillerías, pragmáticas, recopilaciones y reales provisiones, que no sentencias, probablemente por lo limitada que la cuestión distaba de quedar juzgada por ser juicio de posesión, que no de propiedad, la cual se consigue por título, incluido el judicial con la llamada ejecutoria real. Así, habemos hidalgos en posesión e hidalgos en propiedad. Y para poner en duda a los primeros bastaba con que el concejo inscribiera al hidalgo entre los pecheros, lo que le obligaba a acudir a la Real Cancillería de Valladolid a defender su privilegio. En la época del Quijote los hijodalgos de posesión se estaban viendo cercados por los ricos villanos emergentes. Pero Rico no se detiene ahí, sino que añade: “La propiedad da certeza de la hidalguía, pero el realce viene del solar y de la posesión que le es aneja”. El ideal, claro está, es otro y uno duda si la hidalguía de don Quijote siendo “de posesión y propiedad” participaba quizá en demasía de ejecutorias. En fin, lea, lea usted señor curioso La ejecutoria de Alonso Quijano.


Rucio es asno de Sancho, como Rocinante es caballo de don Quijote. La interpretación de Rico es sugestiva y revela cómo la necesidad de conciliar la realidad y la fantasía, lleva a Sancho a auténticas piruetas creativas. Así, rucio y baciyelmo se dan la mano. Y Rico afirma estar convencido de una relación directa entre el “nudo de hilos” del rucio de Sancho y el episodio del yelmo de Mambrino, porque el único rucio que hay hasta que Sancho denuncia su falta no es otro que el “caballo rucio rodado que parece asno pardo” que monta el barbero.

Se entretiene Rico, aunque todo hay que decirlo, no entretiene, con el enredo del Buscapié, de los Buscapiés por mejor decir. Pero atina cuando comenta que “la tensión entre la simplicidad del esquema básico y la complejidad del deleite que produce la lectura es una de las razones de la excelencia del Quijote y de las cambiantes interpretaciones que se le han dado”. Es verdad, todo el mundo entiende el Quijote, su lectura, más allá de algunas pequeñas dificultades que hoy puede ofrecer el lenguaje, es fácil de asimilar y de factura sencilla, pero ocurre que a medida que este hidalgo cabalga de la locura a la cordura, el lector se ve obligado a preguntarse si acaso no se está ante un modelo, un ejemplo a imitar. Es probable que la universalidad del Quijote esté en provocar en el lector la búsqueda de una ejemplaridad ejemplarizante, pero al mismo tiempo inimitable. Un mito, claro, aunque no estemos muy seguro de qué tipo.


Se puede sentir aún la emoción en el aire impregnada de la cueva de los Medrano, en Argamasilla de Alba; allí en octubre de 1862 se puso en marcha una muy singular edición del Quijote: el impresor fue don Manuel Rivadeneyra, las notas las puso el “gran Hartzenbusch” y la casa la cedió quien ostentaba el señorío anejo a la dignidad de prior de San Juan, esto es el Infante de Portugal y Brasil, don Sebastián Gabriel de Borbón y Braganza. No dudó don Juan Eugenio [Hartzenbusch] en desplazar dos capítulos más allá el hurto del rucio de Sancho para evitar que el mismo apareciera como robado en el capítulo XXIII, pero todavía lo montara Sancho en el XXV. Dice Rico que si esa enmienda pudiera parecer razonable, no lo son tanto otras que Juan Eugenio fue añadiendo, eso sí, siempre señalándolas, como meras conjeturas, las cuales le granjearon una mala e injusta fama, pues como bien recuerda Rico, a Hartzenbusch se le deben muchas cosas, incluida la misma separación en párrafos del Quijote o las estimadísimas 1633 notas que en 1872 se publicaron con las príncipes del Quijote reproducidas por medio de la fototipografía inventada por el coronel Francisco López Fabra, es decir el primer facsímile.

Rico nos hace caer en la cuenta de la omnipresencia del Quijote en nuestras vidas. Todos los españoles son capaces de reconocer a don Quijote allí donde aparezca, sea cual sea la forma, el trazo o el color que se le ponga encima o debajo, e incluso, en muchas ocasiones aunque no esté representado. Basta la punta de una lanza, el aspa de un molino de viento o una caballo de madera, para que la visión de don Quijote nos seduzca hasta el contagio, porque si el hidalgo podía ver castillo donde no había más que venta, nosotros le buscamos a él sobre un altozano cada vez que nos cruzamos con un rebaño de ovejas aunque no transitemos por el Campo de Montiel.

No faltan, claro, las piruetas, los alardes y los tiros al blanco tan propios de este insigne sabio que es el profesor Rico, alguno de los cuales nos conducen desde el “metafísico estáis” a los versos de Gil de Biedma o los discursos de José Antonio. Si es verdad que no cabe hoy pensar en un lector adánico del Quijote, algún secreto debe guardar porque muchos siguen encontrando razones suficientes para hablar de esta “rara invención” (con permiso de Edward C. Riley).



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