miércoles, 17 de octubre de 2012

El alienista. Joaquín María Machado de Assis.

Simão Bacamarte, hijo de nobles, es un científico, doctor en medicina,  que construye en Itaguaí su universo. Allí se entrega al estudio de la ciencia, a cuyos criterios consagra todo, hasta la elección de esposa: buena salud y postergable belleza. La elegida es doña Evarista da Costa y Mascareñas de veinticinco años y viuda, ya, de un juez de fora. Pero la dama negó el fruto de los hijos y Simão Bacamarte se afana en su trabajo. Nace así una idea: la de reunir en una casa común a todos los locos de Itaguaí y sus contornos. Casa Verde: casa de orates.

Falcao era un loco que se creía estrella y preguntaba por el sol para saber si debía retirarse o permanecer con las piernas y los brazos separados. Más profunda es la locura de García que guarda silencio por temor a que una sola palabra suya baste para desprender todas las estrellas del cielo. Simão Bacamarte a todos los investiga, apenas si le da de sí el día para tanto trabajo, ¡tanto por saber de cada loco! El ambiente de laboratorio amustió a doña Evarista. Río de Janeiro parecía el mejor tonificante. Ya sin mujer en casa, Simão Bacamarte alumbró un gran pensamiento. Quizás fue el vicario Lopes quien mejor lo sintétizo: el alienista quería transponer la valla de la locura y la razón, es decir situarla un poco más cerca de la realidad. El primero que ingresó en la Casa Verde fue Costa, uno de los ciudadanos más estimados de Itaguaí, afectado de una extraña forma de prodigalidad que se alimentaba de desagradecimiento. La ciencia era la ciencia y el alienista no podía dejar en la calle a un perfecto mentecato. Una prima quiso interceder por el pobre Costa, pero al hacerlo arguyó el poder de una maldición que ponía en duda que la “la ciencia era la ciencia”. Ella fue la primera víctima de la herejía científica, que paga con el encierro la disidencia. La gente inventó mil historias para justificar el proceder del alienista, pero tras el ingreso de un alabardero rico que se hacía contemplar por las tardes asomándose al balcón de su suntuosa mansión, alguien exclamó: “La Casa Verde es una cárcel privada.” Cuando regresó doña Evarista, el alienista henchido de diagnósticos, extendió los brazos para que ella consumiera los dos minutos de desmayo. Doña Evarista era la esperanza de la población y el pueblo entero se volcó en su recibimiento, incurriendo en excesos. La consecuencia fue un nuevo ingreso en la Casa Verde: Martim Brito, “un caso de lesión cerebral; fenómeno no muy grave, pero digno de estudio…” A estas alturas ya “no se sabía quien estaba sano ni quién estaba loco.” Y “el terror crecía [y] se avecinaba la rebelión”.

Aunque al principio no es sino “un torbellino de átomos dispersos”, la revuelta toma los altos vuelos de una “nueva Bastilla” a cuyo frente se pondrá un barbero, Porfirio Caetano das Neves. La revuelta de los Canjicas triunfa y el barbero cambia la navaja por la espada de “Protector” de la villa. Sorprendentemente el nuevo gobierno barberil contemporiza con el alienista, la ciencia intimida, y en cinco días, cincuenta aclamadores del nuevo gobierno son encerrados en la Casa Verde. Otro barbero derroca al pusilánime Porfirio, antes de que fuerzas mandadas por el virrey, repusieran el orden. El barbero Porfirio y cincuenta mentecatos más le son entregados al alienista. Y el alcalde y la propia doña Evarista, las últimas víctimas de la codicia cientificista de  Simão Bacamarte. A estas alturas, los cuatro quintos de los habitantes de Itaguaí residen ya en la Casa Verde.

Es entonces cuando la población entera, la de dentro y la de fuera, se ve sorprendida por la decisión del alienista: devolver la libertad a todos los alienados y pedir, a cambio, el ingreso de la quinta parte que había dado muestras de un “cerebro bien organizado”. El ayuntamiento accede a la petición del nuevo Hipócrates, incluyendo una cláusula de inmunidad para los concejales, solo uno de ellos, por lo atinado de sus reparos, fue recluido en la Casa Verde. Allí los nuevos internos son cuidadosamente clasificados atendiendo a la virtud que los hace equilibristas razonables y se instaura una terapia que neutralice la descollante cualidad. A los modestos, se les aplica remedios de profunda significación: para unos es suficiente la matraca, otros no ceden hasta admirar la placa de oro que adorna su sombrero. En poco menos de año y medio, el alienista logra la ruptura del equilibrio de todos los internos. Así las cosas no quedaba más loco que el propio Simão Bacamarte, quien en un acto de auténtica entereza científica, decide recluirse en la Casa Verde para su estudio: era un caso excepcional pues reunían en una sola persona teoría y práctica.

La parodia está escrita en 1882 y por tanto es anterior al descubrimiento freudiano de que los hombres no son dueños de sí mismos. Simão Bacamarte es un nuevo Quijote de la ciencia que se echa a los caminos de la cordura para remediar la mentecatez de sus vecinos y acabará muriendo solo y loco. El reverso del héroe cervantino esgrime las modernas armas de la ciencia y como aquel, pretende restituir al mundo la cordura, o por mejor decir, sacar a los habitantes de Itaguaí de su pacífica locura. Curas, barberos y cronistas no aparecen en la obra de Machado por casualidad. Son una exacta referencia al quehacer cervantino. Pero la locura de Simão Bacamarte es la locura de la frustración, de aquella frustración que sale de comprobar la absoluta imposibilidad por restablecer el equilibrio mental de los mentecatos y la aparente facilidad con la que la virtud retrocede. Generalizar la neurosis parece la única posibilidad al alcance del hombre moderno. La feroz crítica se acompaña con un tono descaradamente irónico y una prosa que fluye como río donde han de acontecer las batallas humanas venideras. 

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