martes, 14 de enero de 2014

Epístolas morales a Lucilio (10). Séneca.



Catón el viejo
Catón el de Útica.

Sexagésima cuarta.-
Séneca se entusiasma con la obra de Quinto Sextio. Tiene su justificación porque este fue el maestro de Soción de Alejandría que a su vez lo fue de Séneca, para quien los textos de Quinto le dejan “lleno de enorme confianza”. Pero la figura de Séneca es tan grande que empalidece la de sus mentores intelectuales; su espíritu, que es capaz de contemplar a un tiempo la sabiduría y el mundo como si lo viera por primera vez, se preocupa por “incrementar las riquezas [culturales] recibidas”, como un buen padre de familia. Y es que el conocimiento siempre es nuevo aunque haya sido descubierto hace mil años, porque “a mortal alguno…, le faltará ocasión de aportar algo todavía”. La veneración que Séneca siente ante hombres tan ilustres como Platón, Sócrates, Zenón o los dos Catones [Catón el Censor o Viejo, famoso por su severidad, y Catón el de Útica, todo un dechado de perfección para Séneca, según nos aclara Roca Meliá], le hace ponerse de pie. La grandeza de la ejemplaridad.

Sexagésima quinta.-
Lucilio, árbitro de la disputa filosófica iniciada por Séneca en conversación con amigos, ha de seguir con atención la epístola. Los estoicos parecen distinguir entre la “materia que yace inerte” y “la causa, es decir, la razón [que] configura la materia”. El bronce y el escultor. Aristóteles añade a la causa de los estoicos otras dos: la formal y la finalidad, o sea, el peculiar aspecto que la estatua tiene en función de la idea del artista ejecutante, y aquello que ha impulsado al escultor a trabajar. Platón añade otra causa para que el total quede en cinco, naturalmente que se refiere a la idea, al modelo que está en la mente del artista y que “no sufre detrimento”. Séneca prefiere la versión estoica, Platón y Aristóteles o se exceden o se quedan cortos, que se dirige directamente a “la razón creadora”. El resto o no son causas o les falta la condición de eficientes. Porque “existe gran diferencia entre la obra y la causa de la obra”, es necesario que en primer lugar me examine “a mí mismo, luego a este mundo”. Y al mismo tiempo, en una suerte de misticismo contemplativo, el alma quedará liberada de la prisión del cuerpo gracias a la filosofía. Sin embargo, el cuerpo, “morada expuesta a los golpes [donde] habita un alma libre”, merece cierto respeto, como el mundo al que se asimila. La epístola está impregnada de una dignidad apabullante.

Sexagésima sexta.-
La virtud que “se origina en cualquier lugar” y que podría “producir almas desnudas”, puede salvar los obstáculos de un cuerpo deforme, cual es el caso de Clarano, un condiscípulo de Séneca. Iguales los bienes, las obras, los hombres, las virtudes, pues todo proviene de la razón divina. Lo mismo el que se abrasa en el toro de Fálaris (tormento que se debe a la crueldad del tirano de Agrigento y que consiste en introducir a los condenados dentro de un toro de bronce y abrasarlos), que el que está “recostado en un banquete”, porque la virtud, si es tal, “anula sus diferencias”.  Y así “el hombre de bien se asegurará sin ninguna demora a realizar toda bella acción…, aunque allí encuentre al verdugo”. Nada importa, ni la fortuna ni el cuerpo vigoroso, dice Séneca, que eso “supondría juzgar al señor por el aspecto de sus esclavos”. “En efecto, todas esas cosas sobre las que el azar ejerce su dominio son como esclavos: el dinero, el cuerpo, los honores son cosas débiles…” Ciertamente Séneca es actual porque le habla al hombre, que es siempre el mismo. Tal vez la diferencia esté en la aguda sordera que padece el de nuestros días.  

Sexagésima séptima.-
Aunque muy avanzada ya la primavera, todavía le resulta tibia a Séneca que permanece en el lecho, desde donde pensamos que da respuesta a la carta de Lucilio. Le aclara que lo deseable no es la contrariedad, “sino la virtud con que soportamos la contrariedad”. La virtud consiste en sufrir con fortaleza el tormento, no en desear el tormento.

Sexagésima octava.-
Ni del retiro hay que hacer ostentación. Quizás fuera más exacto decir que el retiro solo es tal si está alejado de la ostentación y mueve más a la compasión que a la envidia. La edad madurada de Séneca, pasados los tiempos de las pasiones, es “el tiempo propicio para un bien tan grande”, como el que se deriva del retiro.

Sexagésima nona.-
Para que el alma repose, antes ha de estar el cuerpo arraigado a un lugar, los ojos desaprendidos y los oídos abandonados de todas las cosas que enardecen. “En el retiro tienes que vivir de balde”, sin recompensas y sin tiempo que “el que abandonas no te pertenece”.


Septuagésima.-
Séneca está de nuevo en Pompeya. Según advierte Roca Meliá ha transcurrido casi un año desde la última vez, es probable que esta circunstancia sumerja al estoico en las revueltas aguas del paso del tiempo. Pero “el sabio vivirá mientras deba, no mientras pueda”. Séneca presenta las dos alternativas: la de Sócrates que esperó la llegada del verdugo y la de Druso [Marco Escribonio Libón], que se anticipó a él. Todo está en función de las circunstancias. Séneca se muestra proclive a admitir el suicidio y argumenta, quizás demasiado esquemáticamente, que la vida a nadie retiene y admite muchas salidas, olvidando que en otras ocasiones (epístola trigésima), nos ha dicho que no es conveniente ir a la muerte odiando la vida. Nos quedamos con esta oposición de elementos. Si “nada importa dónde comienza lo que al fin llega”, ¿puede acaso cobrar importancia el final mismo?

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