lunes, 29 de julio de 2013

La rara invención. Edward C. Riley.




Riley recuerda el dualismo creador-crítico del que hablaba Madariaga y afirma que hay ocasiones en las que Cervantes “se parece mucho a sus propios don Quijote y Sancho”. Las dudas que sobre la identidad de Alonso Quijano se plantean al inicio de la novela nunca quedan resueltas (Quijada, Quesada, Quejana, Quijana), y parece que es la aparición de don Quijote quien la resuelve, o mejor posterga, definitivamente. Claro que si hay un ejemplo de identidad evanescente, es el de la mujer de Sancho Panza (Juana Gutiérrez, Mari Gutiérrez, Juana Panza, Teresa Panza, Cascajo y Teresa Sancha). Pero estas mutaciones constantes que afectan a todos los personajes, una Dorotea que camina entre su disfraz de mozo y el de princesa Micomicona o un Ginés de Pasamonte que nunca atinamos a conocer, favorecen, dice Riley, la misma locura de don Quijote. En la segunda parte el problema es más contundente, porque los dos héroes cervantinos tienen que enfrentarse con los espurios de Avellaneda, de forma que para reivindicar su verdadera identidad se ven obligados a invocar a los personajes de la primera parte, es decir quedan forzados a reivindicarse.

Ginés de Pasamonte se presenta como un pícaro, un Lazarillo o un Guzmán, pero con mejores “pulgares” para escribir su vida. Claro que como señala Riley, ¿quién va a tomar en serio la vida de un pícaro contada por él mismo? En opinión del hispanista mexicano, es el propio Cervantes quien se toma muy en serio a su propio personaje, hasta el punto de que puede concebirse de forma complementaria a don Quijote desde el punto de vista de la novela picaresca. El último de los moldes de pícaros puede ser Ginés como don Quijote lo es de caballero andante.


Señala Riley que no encontramos en la continuación al mismo don Quijote que dejamos en la primera parte. “Ya no demuestra la disparatada y espléndida seguridad en sí mismo de antes”. El estado melancólico que adopta don Quijote a partir de la aventura de la cueva de Montesinos y su paulatina preocupación por la diferenciación sueño/realidad, augura el final de la novela.

Bultos, maletas, portamentos, le sirven a Riley para llamarnos la atención sobre la soltura con la que Cervantes cambia el punto de vista de su narración, unas veces acerca su ojo de narrador omnisciente, otras lo abandona a la decisión de su personaje-observador e incluso delega en el lector la credibilidad de los rumores en los que se basa la narración.

A la primera parte del Quijote, Riley se refiere como “la versión histórica”, aquella que Cervantes compra en Toledo por dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo y que fue escrita por Cide Hamete Benengeli, y que tiene tal carácter por el origen de sus fuentes. Y aunque todo ello no sea más que ardid propio de novelas de caballerías, buena razón le asiste a Riley cuando afirma que puede llegar a decirse que “don Quijote engendra al autor de su historia”. Atinadísima resulta la idea expresada por nuestro cervantista, según la cual Cervantes coloca al lector al mismo nivel de los protagonistas de la novela y emplea con astucia la presencia de otros personajes, como los duques, para alejar al lector de tan próximo punto de vista. Pero no está muy claro el propósito que guía a Cervantes al introducir la publicación de la primera parte en la segunda, pues si de una parte contribuye a reforzar la historicidad de la primera, de otra coloca al lector entre la pared de lo leído y la espada de lo que leyere; y es que para el lector la novela se escribe a medida que se lee. Dispuesto a atrapar en esta red al imitador Avellaneda, Cervantes hace comparecer a don Álvaro Tarfe, caballero nacido en el Quijote apócrifo, y le hace confesar la autenticidad de los personajes cervantinos, los cuales como indica Riley quedan de esta guisa investidos de una auténtica autonomía, plenos de autogobierno. Junto a estas dos versiones, Riley nos sugiere una tercera que denomina como épica: la que el mismo don Quijote va relatándole a un narrador anónimo para que vaya recogiendo sus hazañas.  




Cita Riley a Clara Reeve para aclarar la distinción entre romance y novela: “El romance es una fábula heroica, que trata de cosas y gentes fabulosas. La novela es un cuadro de costumbres y de vida real, y del tiempo en que se escribió. El romance describe, con lenguaje elevado, algo que no ha pasado ni pasará nunca. La novela presenta una relación familiar de esas cosas tal como ocurren cada día ante nuestros ojos, o como podrían ocurrirles a nuestros amigos, o a nosotros mismos…” Y a continuación afina la definición con algunas notas: historia de aventuras o de amor y más corrientemente de ambos, hay en ella viajes, búsquedas, trabajos…, lo que la aproxima más al mito que a la novela, no hay prohibición ni límite en cuanto a lo sobrenatural, el tiempo o el espacio, pero tal libertad se compensa con una simplificación de los personajes en lo psicológico. Sí, ciertamente, el romance es un producto de la moda que se ajusta a la sensibilidad de cada época. La mixtura, el desplazamiento constante entre ambas alternativas, parece presidir el quehacer cervantino, pues como muy acertadamente indica Riley, “el Quijote… trata de un hombre que intenta transformar su existencia en un romance caballeresco”. Si el romance pudo ser el punto de partida de Cervantes, no fue desde luego el de llegada.

Sabio y ponderado es el apéndice sobre el “cínico melancólico” con el que cabe identificar al licenciado Vidriera, Tomás Rodaja. Cinismo que parecía conocer muy bien Cervantes como doctrina filosófica y que se prolonga en El coloquio de los perros.


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