miércoles, 22 de febrero de 2012

El Quijote. Primera parte. Capítulos I a XX.


Su papel es malo y amarillento, sabemos que procedía de los molinos de los pinares de El Paular. Los tipos, redondos y grandes, estaban desgastados, las iniciales parecen emborronadas y toscas, las erratas menudean por el texto y hasta la foliación está equivocada. Las páginas más pomposas son las correspondientes a la portada y la dedicatoria. Todo parece indicar que la impresión se hizo deprisa y corriendo, sin ningún miramiento ni reposo. No resultan suficientes las razones que expuso Agustín G., de Amezúa en aquel famoso artículo publicado en el ABC en enero de 1949, para poner en tela de juicio que la edición de 1605 (en realidad hubo dos en Madrid, dos en Lisboa y dos en Valencia, lo que hace un total de seis tiradas el mismo año de su aparición), sea la princeps. Sigue siendo aventurado afirmar la existencia de un Quijote publicado en el año 1604.

Se ha señalado por los cervantistas, que el mayor acierto del Quijote fue abandonar definitivamente el espacio intermedio que los libros de caballerías ocupaban en la búsqueda de una nueva forma de hacer literatura. La ambigüedad del narrador y la complejidad de su estructura, permiten hablar de un acto inaugural de la novela moderna.

Nosotros poco, muy poco podemos aportar. Si acaso, la visión de quienes tratan de comprender por qué una obra con más de cuatro siglos de existencia, admite una lectura tan contemporánea.

PRÓLOGO.
Aún hoy en día, no deja de sorprendernos. Desde la primera frase con la que se dirige directamente al “desocupado lector”, Cervantes se muestra dispuesto a romper con las viejas formas. De ellas hace burla, hasta tal punto que vuelve la espada y la pluma contra sí mismo. Fijaos que el amigo que va guiando a Cervantes en el prólogo, después de invitarle a mentir sobre la procedencia de los elogios o epigramas que ha de incorporar a su obra, añade: “…, ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes…” Que una mano fue perdida por la espada, que la otra quede al albur de la pluma.

CAPÍTULO I
Carnicero, Isidro y Antonio. Ibarra 1782.
La divergencia de las fuentes acerca del sobrenombre de don Quijote [Quijada, Quesada o Quijana], introduce la verosimilitud y rigor de quien acaba de comenzar a contar el cuento, y sirve para advertir que tal divergencia en las fuentes, en nada afecta a la veracidad de la narración.

La locura de don Quijote no es otra que aquella que da por cierto todo cuanto se narra en los libros de caballería. No debe causarnos tanta extrañeza esta circunstancia pues como se evidencia más tarde el propio ventero Palomeque tiene por históricos los libros de caballerías. Lo que sucede es que don Quijote toma el ejercicio de la caballería andante no sólo por veraz, sino también como necesario y actual.

Cuatro días tardó don Quijote en elegir nombre para su cabalgadura. El doble, es decir ocho, en el elegir el propio. Después buscó el de su señora, de quien ser vasallo, y Aldonza Lorenzo se convirtió en Dulcinea del Toboso. La celada la ató con cintas verdes, el color de Cervantes, sociólogo del color.

CAPÍTULO II

Don Quijote sale al campo por primera vez en un caluroso día del mes de julio [viernes para más señas según sabemos luego, cuando don Quijote está en la venta], con el pensamiento puesto en hacerse armar caballero por el primero que se topase [cabe entender que por aquel primer caballero que se encontrase], y no duda en dirigirse al supuesto cronista de sus aventuras en términos clásicos: “Dichosa edad y siglo dichoso, aquel adonde saldrán a la luz las famosas hazañas mías…”, como si directamente las estuviera poniendo en práctica en el futuro, es decir, en el mismo momento en que el sabio comienza a contar las hazañas quijotiles. Un lenguaje más arcaizante utiliza don Quijote para hablarle a su señora “… el riguroso afincamiento… Plegaos, señora, de membraros deste vuestro sujeto corazón…”

A punto estuvo don Quijote de sentirse absolutamente feliz en la venta que era castillo, con aquellas rameras que eran damas; castellano, el ventero; trucha el abadejo; música el silbato del castrapuercos; si no fuera…, por su fatiga de verse nombrado caballero. Sí, casi feliz, don Quijote a pesar de la celada y de la visera alzada, del bacallao mal remojado y peor cocido, del pan negro y mugriento, de las risas del ventero. No estamos sino en el segundo capítulo, y ya Cervantes ha conseguido (¿cómo diantre lo ha hecho?) sumergir al lector en el mundo quijotil. Esa inimitable forma de decir las cosas sin decirlas.

CAPÍTULO III

Anónimo. París 1725-1750. Estampas sueltas.
Don Quijote aguarda durante toda la noche “la armazón de caballería” que el ventero-castellano le ha prometido, allá en el patio de la venta, bajo el disco blanco de la luna llena, con las armas dispuestas sobre la pila del pozo que un ignorante arriero osa apartar para dar de beber a su recua. Este, y otro arriero que vendrá seguidamente, resultan descalabrados por su osadía.
Es la Tolosa, una de las dos doncellas que reciben a don Quijote en la entrada de la venta, la primera mujer que aparece en el Quijote con cierto protagonismo, pues será ella quien ceñirá la espada al recién nombrado caballero y expresará su deseo de “ventura en lides”. La otra doncella, la Molinera, le calzará las espuelas.

CAPÍTULO IV
Anónimo. México 1842.
“La del alba sería…” Don Quijote sale de la venta dispuesto a regresar a su aldea para prevenirse de dineros, camisas y un escudero, según el consejo que el castellano-ventero le ha dado. Ayer caballero, hoy esforzado defensor de pobres lacayos y castigador de tiranos labradores ricos. Pero que poco dura la realidad inventada de don Quijote. A salvo de que una nueva aventura aparezca tras cada encrucijada del camino. Y si no que se lo pregunten a los mercaderes … «Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que…, la sin par Dulcinea del Toboso», grita don Quijote parado en medio del camino. Díganme si no se les hace tan entrañable este loco que es capaz de parar el mundo, para obtener la razón de su dicho. Pues qué, sino a que a uno le den la razón, se llama justicia. Pero siempre hay quien ha de ver para creer y como cuerdamente afirma don Quijote: “La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender.” Ahí es nada, la sabiduría del manchego. Cautivos suyos somos ya.

CAPÍTULO V
“Yo sé quien soy”. Hidalgo molido, antes sosegado, que confunde a su vecino Pedro Alonso con el marqués de Mantua o don Rodrigo de Narváez. Tres días llevaba fuera don Quijote, según dice el ama, cuando Pedro Alonso lo devuelve a la aldea. Allí el cura, Pero Pérez, el barbero, maese Nicolás, el ama y la sobrina andan concluyendo auto de fe contra los malditos libros de caballerías. Un sueño profundo pone fin a la primera salida.

CAPÍTULO VI
“Cien cuerpos de libros grandes…”  El cura, curiosón, no admite la hoguera antes de leer los títulos, como querían el ama y la sobrina. El repaso por la biblioteca de don Quijote (apenas puede uno contener la emoción), comienza con los cuatro de Amadís de Gaula. El cura condena, el barbero absuelve: queda libre. Al corral fueron todos los demás de la serie de los Amadises. La misma suerte corrieron Olivantes, Florismartes, Platines y otros. Exento del fuego queda también Palmerín de Ingalaterra, obra que se dice fue autor el rey don Juan III de Portugal. El barbero se queda con Don Belianís con el plácet del eclesiástico. El contento de este está justificado al descubrir entre los infolios que estaban a punto de ser arrojados por la ventana, Tirante el Blanco, que para ser cura conoce los libros de caballerías mejor que los sagrados.

CAPÍTULO VII
“Que el pobre villano se determinó de salirse con él y servirle de escudero…” Segunda salida, primera en compañía de Sancho, pero como la primera se hace al amparo de la noche para no ser vistos. Las promesas de ínsulas, marquesados o reinos ocupa la primera conversación de ambos. Aparece el primer equívoco que se mantendrá durante toda la novela, sobre la identidad de la mujer de Sancho. Por cierto que no sabemos qué fue de la adarga, porque ahora don Quijote sale embrazando una rodela.

CAPÍTULO VIII
“Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.” Después de que el sabio Frestón transformara en molinos a los jayanes, Sancho le da tientos a la bota y don Quijote inicia una dieta de sabrosas memorias. Camino de Puerto Lápice, don Quijote advierte a Sancho que no puede usar de su espada para defenderlo. Da la impresión de que Sancho lleva espada. Esto de que el escudero porte o no espada nunca acaba de estar claro en la novela. Procuraremos poner atención a este extremo. Le sigue la aventura llamada “del vizcaíno” que no concluye hasta el capítulo siguiente con el que se inicia la “segunda parte”. Al final de este capítulo hay un corte propiciado por el narrador, el propio Cervantes, que se dice ser segundo autor. Cede por tanto el protagonismo en la narración a Cide Hamete Benengelí que sería el primer autor, dejando entre ambos a un traductor e incluso al propio don Quijote que en numerosas veces se dirige directamente al sabio que esta escribiendo sus hazañas. Más allá de las distintas posturas de los cervantistas, lleva toda la razón Francisco Rico cuando afirma que de esta forma, Cervantes crea una ambigüedad sobre la identidad de los narradores, lo cual enriquece extraordinariamente los puntos de vista desde los que se cuenta la historia. En todo caso conviene no perder de vista que la narración se hace en primera persona “…de cuyo nombre no quiero acordarme…”, la cual se retomará en el capítulo XI, lo que debe llevarnos a pensar que toda esta superposición de narradores no es más que un fingimiento cervantino para burlarse, también en la estructura, de los libros de caballerías.

CAPÍTULO IX
“Y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se rindiese…” ¡Victoria! ¡Victoria! Don Quijote derrota al vizcaíno, aunque pierde media oreja en la pendencia. El escudero vizcaíno vencido, ha cambio de su vida, promete acudir al Toboso y presentarse a la sin par Dulcinea. Tal vez sea esa la burla última de Cervantes: que la victoria concluya con una promesa de imposible cumplimiento, pues la tal Aldonza Lorenzo nada sabe de Dulcinea. Como bien dice don Quijote en el capítulo siguiente, pero refiriéndose a esta aventura, no es de ínsulas sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza, o una oreja menos.

CAPÍTULO X
“¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el herir, ni más maña en el derribar?”  La oreja y la celada rotas, para ambas encuentra remedio don Quijote: el bálsamo de Fierabrás para la primera y el yelmo de Mambrino para la segunda; entre uno y otro el recurrente y magnífico juramento del marqués de Mantua con inclusión de no folgar con su mujer que en boca del casto hidalgo suena de una ingenuidad enternecedora.  ¿Y qué decir de la espléndida réplica que a los juramentos quijotiles, da Sancho? No puede haber otro mejor fin para ente capítulo que el que amo y escudero acaben comiendo pan y cebolla.

CAPÍTULO XI
“Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados…” El discurso de la edad dorada que don Quijote pronuncia ante los cabreros y Sancho con un puñado de bellotas en la mano.

CAPÍTULOS XII a  XIV
Anónimo. Amsterdam 1715.
Recogen la novela pastoril [novela interlacada], que relata la historia de Grisóstomo y Marcela. Quien cuenta la historia es un cabrero llamado Pedro y, pese a las interrupciones de don Quijote corrigiendo alguna palabra, este mismo acaba por admitir que cuenta muy bien el cuento. Grisóstomo se ha suicidado, eso al menos se da a entender sin afirmarse categóricamente, debido a su amor hacia Marcela. Esta se hizo pastora para huir de la multitud de pretendientes que su belleza reclamaba, y Grisóstomo la siguió en esa condición pastoril para intentar ganar su amor. Por sierras y valles se oyen los clamores de los desengañados por la altiva Marcela. Al entierro del “muerto pastor” y a algo así como a un enjuiciamiento de la “pastora homicida”, asistimos seguidamente. Entre un episodio y otro don Quijote tiene la oportunidad de hacer gala de la profesión de su ejercicio (las armas como caballero andante) y aún más, dar protección a Marcela tras el magnífico discurso cargado de sensatez que ella misma dirá en su defensa. Y Cervantes deja alguna de esas perlas que más de cuatro siglo después expresan la razón de la universalidad de su obra: “El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes…” Que maravilloso mundo ese, hecho de blandos cortesanos y caballeros andantes.

CAPÍTULO XV
Nanteuil. Madrid 1855.
“La furia con que machacan estacas puestas en manos rústicas y enojadas.”  Los yangüeses apalean a Rocinante, don Quijote y Sancho. Da la impresión que Sancho en esta ocasión portaba espada, pues don Quijote “echó mano a su espada” y “lo mesmo hizo Sancho”. Hecho que parece corroborado en la conversación que sobre el incidente mantienen después amo y escudero. Hay aquí en este diálogo uno de esos juegos cervantinos con las palabras: el jumento de Sancho ha quedado absuelto y sin costas y los otros tres salen sin costillas.

CAPÍTULO XVI
“El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de don Quijote…, en mitad de aquel estrellado establo…” Sancho en la venta echa unas mentiras que espantan. Que no fue apaleamiento, sino caída, la causa de tanto cardenal en el cuerpo de don Quijote. Que su adolorimiento es fruto del sobresalto al ver a su señor por el suelo. Que hace un mes que llevan buscando aventuras (y encontrando desventuras), cuando el realidad han transcurrido tres o cuatro días desde que salieron de Argamasilla. Las tres mujeres, la mujer del ventero, la hija de esta y la Maritornes, la cual propiciará la tremenda trifulca, auténtica riña de gatos, entre el arriero de Arévalo, don Quijote, Sancho, la propia Maritrones, el ventero y un cuadrillero de la Santa Hermandad.

CAPÍTULO XVII
“Pero dígame, señor, cómo llama a esta buena y rara aventura, habiendo quedado della cual quedamos.” Y es el cuadrillero que ha de regresar para rematar a don Quijote a fuerza de candilazos. Don Quijote da en elaborar el bálsamo de Fierabrás que alivia al caballero y revienta al escudero, al cual aguarda aún la sorpresa del manteamiento ante la insolencia de no abonar la posada. Vaya día que tuvo Sancho: apaleado tarde y noche y manteado de mañana.

CAPÍTULO XVIII
Longe, Janet. París 1845.
“En estos coloquios iban don Quijote y su escudero, cuando vio don Quijote que por el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda…” Y aunque no eran otra cosa de dos rebaños de ovejas y carneros, tanto insistía don Quijote en que se trataba de ejércitos, que hasta el propio Sancho acabó por preguntar: “Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?” Estos eran los ejércitos: el del grande emperador Alifanfaron, señor de la grande isla Trapobana (Ceilán o Sumatra, según Francisco Rico), y el otro estaba capitaneado por el rey de los garamantas (Libia), Pentapolín del Arremangado Brazo. Y estos otros, los caballeros: el valeroso Laurcalco, señor de la Puente de Plata; el temido Micocolembo, gran duque de Quirocia; el nunca medroso Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias (la Feliz o Sabea, la Desierta y la Pétrea), que llevaba por escudo una puerta del templo que derribó Sansón; el siempre vencedor y jamás vencido, timonel de Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya; el caballero novel llamado Pierres Papín; el poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del Bosque... Dos costillas rotas y tres o cuatro dientes menos para don Quijote, una vomitona recíproca quijotil-sanchesca y siete ovejas muertas, fue el resultado de la batalla. Es entonces, junto después de la vomitona, cuando Sancho descubre que no tiene las alforjas, que se quedo con ellas Juan Palomeque,  “el zurdo”, el ventero, y que, por tanto, nada hay con que reponerse. Y curiosamente es don Quijote quien a continuación comienza con una retahíla de refranes: “Sábete Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo…, y nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza…” Hasta ese momento no hay recuerdo de que de Sancho hubiera pronunciado refrán alguno. 

CAPÍTULO XIX
“Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el escudero hambriento y el amo con gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres…” La aventura de los encamisados: veinte de ellos a caballo con sus hachas encendidas en las manos y detrás una litera cubierta de luto (algunos comentaristas del Quijote, en especial Rodríguez Marín, afirman que este episodio se inspira en el traslado del cuerpo de San Juan de la Cruz desde Úbeda a Segovia. El hecho de que Cervantes sitúe en Baeza el origen de la comitiva, se explica por su intención “deshistorizante” según manifiesta Salvador Munoz Iglesias). A la luz de las hachas encendidas contemplará Sancho la figura de su amo y le pondrá el nombre de “Caballero de la Triste Figura”.

CAPÍTULO XX
David, Jérôme. Paris 1850-1852
“Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos…” Palabras que don Quijote pronuncia en mitad de la  noche ante la “peligrosa” aventura de los batanes, las mismas que después le recordará Sancho en tono de burla y chanza y que hará que don Quijote le propine dos lanzazos en la espalda. ¿Pero es que acaso está obligado don Quijote, como él mismo dice sabiamente, a “conocer y destinguir los sones y saber cuáles son de batán o no”, siendo como es hidalgo? Claro que, no que ese es oficio de villano, no de señor, y siendo ello así Sancho era el obligado a reconocerlo, que don Quijote, ni de oídas. Pero el astuto de Sancho no para la lengua y se mofa diciendo “si ya no es que los caballeros andantes dan tras palos ínsulas, o reinos en tierra firme.” Y es que Sancho pese a sus ansias de ínsulas, es más un escudero de salario que de merced.

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